martes, 17 de febrero de 2015

Lorenzo García Vega: El eslabón albino






Número especial dedicado al escritor cubano Lorenzo García Vega. Textos de Margarita Pintado, Gabriel Bernal Granados, Antonio José Ponte y Carlos A. Aguilera; una entrevista de Enrico Mario Santí, un fragmento de su libro( de Vega ) El oficio de perder y nueve gifs de Maldito Menéndez.

Lorenzo García Vega en su laberinto

Margarita Pintado


Lorenzo García Vega dijo muchas veces que no quería morirse sin levantar su Laberinto. Extraña misión que resumía su empeño por no abandonar este mundo sin haber dado con las claves que lo ayudaran a moverse a ese otro mundo en donde lo eterno-imposible se cumple. Levantar el Laberinto consistía en reportar tercamente todos los pequeños acontecimientos que le daban forma a su vida, era emprender una búsqueda por los orígenes, no desde el impulso romántico (para idealizar el Yo), sino desde una honestidad que dolía. El poeta necesitaba rescatar los ruidos de la calle, o el paisaje de todos los días que al ser enfrentado en la escritura, se tornaba extraño y lejano, portador de un misterio o de un recuerdo (un pedazo de vida) olvidado en algún rincón del Laberinto. Tenía que escribir, pues, para recuperar las piezas de su vida. Tenía que escribir para corroborar la unidad del ser frente al paso del tiempo.

En sus últimos meses de vida García Vega sentía a la muerte cerca. Su problema de comunicación, su sentimiento de lejanía, y la soledad se habían acrecentado. Lo único que permanecía intacto era su impulso creador, su natural afán de escritura. Podemos decir, con una frase que a Lorenzo seguramente le habría encantado, que en los últimos meses el “escritor no-escritor” escribió como un condenado. A la hora de su muerte tenía al menos tres proyectos inacabados: el blog de sus diarios oníricos, “La pata sobre el huevo,” un segundo blog que llevaba junto al escritor argentino Mauro Cesari, titulado “La nieta del prócer,” y la publicación de sus memorias, El cristal que se desdobla

Me conmovía el empeño que lo levantaba cada madrugada, (en la última etapa de su vida Lorenzo se despertaba todos los días a las 2 y a las 4 de la mañana para anotar en una libretita lo recién soñado), a pesar del sueño y de la artritis, a buscar y a rebuscar más en esa vida que sólo se reconocía como un proyecto inacabado e imperfecto. Como si hubiera que interrumpir el sueño, prolongar la vigilia, estar presto a la creación para desviar la muerte, confundirla un poco, demostrarle que el tiempo de los que sueñan aún no había terminado.

A pesar de su vejez y de las frecuentes visitas al hospital, Lorenzo se nos fue inesperadamente, dejando tras de sí toda una madeja de ideas, imágenes, visiones, sueños, recuerdos, todos vibrantes, todos en plena gestación, todos entrelazados, como las piezas claves de ese Laberinto que sigue conectándose con lo que está (con lo que siempre ha estado) más allá de la vida, con lo que presagia la otra vida. Este rastro dejado por Lorenzo es como un último testimonio de su lucha, una lucha emprendida desde muy joven con lo que fueron sus orígenes, y los orígenes de todas las cosas que lo acompañaron, una lucha consigo mismo, con su vocación, con la escritura, con la expresión, y con la forma. 

Hoy, a un año de su muerte, recuerdo al hombre que luchó, que amó, y que hizo de su vida un recinto poético, un espacio vacío, habitado sólo por el Arte. El hombre cuya fortaleza residía en el hecho de que dentro de su inmensa vulnerabilidad halló la manera de convertir su enfermedad (su síntoma, su psicosis) en una pieza constitutiva de su ser escritor. Nunca bloqueó su experiencia, ni trató de sobreponerse a ella, sino que su propósito (que fue a su vez la trama de toda su Obra) se mantuvo siempre firme: construir un espacio que fuera también una base espiritual para la recuperación (y la creación) del Yo (un Yo múltiple, pero congregado) que sólo emerge a través del acto creador. 

En su último libro publicado en vida, Erogando trizas donde gotas de lo variopinto (2011), el poeta escribe: “Sin saber si podré resistir ... yo sigo, con el árbol frente a la ventana, llevando una vida extremadamente absurda. A menudo me sobreviene un terror pánico. Después de un día lluvioso, el sol ahora, a las seis de la tarde, está asomando. Asomando para desaparecer. Mañana será otro día” (119). Toda la obra de Lorenzo se resume en esa línea: “Mañana será otro día.” Toda su vida transcurre dentro de esa afirmación que aún después de la muerte parece intacta. La inconclusión, la apertura de ese gran Texto que nos deja el poeta, ese Texto que se ha quedado trepando las paredes de la casa, desbordando libretas, ese Texto tan disperso, tan salvaje, tan hermoso, anda con los ojos cerrados hacia la Nada, como un sol de muchas cabezas que después de un día lluvioso, se asoma para desaparecer. Mañana será otro día. Me lo repito mientras termino esta nota, y veo sobre mi cabeza el mismo sol, a punto también de desaparecer. 




El boxeador, el encordado, la derrota

Gabriel Bernal Granados


En El libro perdido de los origenistas, Antonio José Ponte dedica uno de los capítulos de la historia de Orígenes a Lorenzo García Vega. La razón principal de este aparente desvío del canon
origenista, que tiene en Lezama Lima, Virgilio Piñera, Eliseo Diego y Cintio Vitier a sus evangelistas principales, acaso se encuentre en el terreno de las deudas. Ponte, en efecto, confiesa deber parte fundamental de su comprensión de Orígenes a un libro de Lorenzo García Vega en que el autor demuestra la imposibilidad de historiar un fenómeno que cae fuera de la historia. No tanto porque Orígenes fuese el brote auténticamente insular dentro de una fantasmagórica vanguardia latinoamericana, sino por algo mucho peor que esto. Lorenzo García Vega, en su libro Los años de Orígenes, “se encarga de devastar el grupo de gestos que Lezama y otros origenistas, él mismo entre ellos, ordenaran”. Esto significó derribar un mito dominado por la envoltura de lo sublime y, por los años inmediatos a la publicación del libro (1979), una traición imperdonable a la patria origenista.


Antes, hacia fines de los sesenta, García Vega había partido al exilio, y con el tiempo, para algunos escritores de la siguiente promoción cubana, se convertiría en el modelo del escritor exiliado. A decir verdad, García Vega se convertiría en algo más que eso. 
Más allá de las figuras encarnadas por Eliseo Diego y Gastón Baquero, origenistas que murieron en el exilio, Lorenzo García Vega se convirtió en el estigma del escritor cubano, no sólo desengañado del mito sino hacedor de la contraparte del mito que esa actitud genera. Ponte, haciendo eco de la nomenclatura del propio Lorenzo, lo propone no- escritor, y razona sus motivos: “El no-escritor escribe pero borra, hace borrando, afirma en una oración lo que negará en la siguiente, tiende a un cero de escritura. Evita así la fama, la famita, esa suma de malentendidos”.

Aunque esas líneas se refieren a Los años de Orígenes, un libro que le valió a García Vega esa suerte de ostracismo con que se castiga a quienes infringen el protocolo de las repúblicas letradas latinoamericanas, la forma en que desmontan la poética y la ética de García Vega se aplica a las mil maravillas a una continuación ancilar de esa primera novela de memorias, que su autor, fiel a la tradición del mito sino hacedor de la contraparte del mito que esa
estatua de varios metales es demasiado significativo actitud genera. Ponte, haciendo eco de la nomenclatura del propio Lorenzo, lo propone no- escritor, y razona sus motivos: “El no-escritor escribe pero borra, hace borrando, afirma en una oración lo que negará en la siguiente, tiende a un cero de escritura. Evita así la fama, la famita, esa suma de malentendidos”.

Aunque esas líneas se refieren a Los años de Orígenes, un libro que le valió a García Vega esa suerte de ostracismo con que se castiga a quienes infringen el protocolo de las repúblicas letradas latinoamericanas, la forma en que desmontan la poética y la ética de García Vega se aplica a las mil maravillas a una continuación ancilar de esa primera novela de memorias, que su autor, fiel a la tradición del No a la que pertenece, ha titulado El oficio de perder.

Como muchos otros libros de escritores cubanos en el exilio, éste ha sido publicado en México. Sus 570 páginas representan un desafío a la perseverancia de sus lectores hipotéticos y, por otro lado, una decepción para quienes presuman encontrar en él las páginas que faltaban al desfile origenista. Al reseñar su infancia, su adolescencia y su “juventud” — que Lorenzo traduce a una Cabeza de Oro, a sus Hombros y sus Brazos de Plata y a su Torso de Cobre, en un cuadro de correspondencias gigantescas entresacado de la imaginación de Giorgio de Chirico —, el autor nos entrega una gramática; un manual adjunto para leer entre las líneas de su estilo repetitivo y adverso. Pero ¿adverso a qué? En primer lugar, a la propia persona; en segundo, a la escritura misma. Los recuerdos circulares que hilvanan la espiral del libro, las digresiones, los retornos, la pulsación del obseso que recuerda y a un tiempo anula sus recuerdos, las citas mismas y la ausencia de un hilo conductor definido constituyen los argumentos que tiene Lorenzo García Vega para descreer de la linealidad de la prosa. Su negación de la posibilidad del relato, y de los subgéneros que el relato subordina, no es nueva, sino una constante de la literatura a partir de los primeros años del siglo XX. Sin embargo, la novedad no es el propósito que persigue García Vega. En su manera de presentar los hechos, o, como diría Ponte, los no- hechos de su vida, hay una afirmación de lo único que le es dable afirmar al escritor que escribe: la realidad de la escritura, como fenómeno autónomo separado inclusive de la realidad de la que se escribe, sea ésta la realidad de la Playa Albina o la realidad de los acontecimientos mentales que se presentan por la mañana o por la noche en calidad de pesadillas, recuerdos o simplemente ideas. Una de las intuiciones notables de El oficio de perder gira precisamente en torno a la materialidad de la nada, a la sustancia literaria de algo tan anodino y cotidiano como el cadáver de cal de las paredes de la propia casa. “Mirar las paredes, sentado, es una de las cosas que más me ha gustado hacer durante casi todas las partes de mi estatua”, dice. “Mirar sentado, como si oyera la música de John Cage. Y volviendo a la posible influencia de los jesuitas, me vuelvo a esta cita de Clarice Lispector, que tanto me gusta: ‘Voy a crear lo que sucedió. Sólo porque vivir no es narrable. Vivir no es vivible. Tendré que crear sobre la vida’”. Nadie mejor que García Vega para suscribir esas frases.

Su curriculum vitae subyace en las razones de este largo monólogo. El exilio, para García Vega, comenzó en España en el 68; continuó en Nueva York, donde fue portero de la tienda Gucci; y perdura en Miami, donde el otrora iniciado en el ritual origenista trabaja como bag boy en una tienda de la cadena Publix. La disidencia de García Vega, su negación a ultranza, es una de las razones que lo han vuelto tan atractivo a la nueva generación de escritores y poetas cubanos. Ven en él un eslabón con una tradición suya inimaginable ahora — la de Lezama Lima y Virgilio Piñera, que es a su vez una continuación de la tradición de Martí y Julián del Casal, es decir, una tradición que reúne a los opuestos — y al mismo tiempo la posibilidad de la crítica a la tradición desde la tradición misma. Si Virgilio Piñera, con tanta sorna como sordina, había denunciado el ridículo en que incurrían con no poca frecuencia sus compañeros de aventura, García Vega desveló en su momento las miserias y la hipocresía que se esconden detrás de toda apostura literaria. El hecho de que se haya concebido a sí mismo como una 

disidencia de García Vega, su negación a ultranza, es
una de las razones que lo han vuelto tan atractivo a la nueva generación de escritores y poetas cubanos. Ven en él un eslabón con una tradición suya inimaginable ahora — la de Lezama Lima y Virgilio Piñera, que es a su vez una continuación de la tradición de Martí y Julián del Casal, es decir, una tradición que reúne a los opuestos — y al mismo tiempo la posibilidad de la crítica a la tradición desde la tradición misma. Si Virgilio Piñera, con tanta sorna como sordina, había denunciado el ridículo en que incurrían con no poca frecuencia sus compañeros de aventura, García Vega desveló en su momento las miserias y la hipocresía que se esconden detrás de toda apostura literaria. El hecho de que se haya concebido a sí mismo como una estatua de varios metales es demasiado significativo para pasarlo por alto. Él mismo está hecho de los materiales que aborrece; él mismo, no-escritor escritor, escribe, y se sobrepone con ello a la falta de sentido de que habla la Lispector. Su verdadera filiación intelectual y estilística se encuentra en los proyectos abolidos de Macedonio Fernández y en las reiteraciones obsesivas de las no-novelas de Thomas Bernhard.

El no-libro de Lorenzo García Vega, por lo tanto, tiene un tema. Las centenares de páginas de prosa de su Oficio están marcadas por algo que aquí no semeja tanto un estigma vital como una cifra poética: el fracaso. La palabra acaso sea demasiado rotunda. El habitante de Playa Albina prefiere, para nombrar su oficio, un verbo mucho más simple que aquel sustantivo: perder. El “oficio de perder” al que se refiere, con sarcasmo, Lorenzo se parecería al de un boxeador de la vieja guardia, de esos que se ganaban la vida aceptando soborno para dejarse caer. ¿No es el escritor el eterno contrincante que muerde el polvo una y otra vez, pese a encontrarse en condiciones óptimas para alzarse con el triunfo? García Vega, como el argentino Macedonio Fernández o el peruano Julio Ramón Ribeyro, hacen de su oficio de escritores una profesión de pérdida. Profesión perdida o condenada pues la presa, en la escritura, parece situarse siempre por encima de sus posibilidades de aprehenderla. Los tres, sin embargo, son escritores enamorados de la línea quebrada y de la recta. Su prosa se fragmenta o se acumula, según la necesidad y el caso. Viven bajo el imperio de la sorna y el títere. Y el Dios que mueve sus hilos es el descreimiento. Después de Nietzsche, ahí donde los demás ven ideales, ellos ven las cosas “humanas, demasiado humanas”.

La función ha terminado, las luces se extinguen una por una y el boxeador que pierde sale por la puerta trasera con sus avíos en una petaca, dolor de puños y un tajo sobre la ceja. Al que gana, en cambio, le espera la fama, “la famita, una suma de malentendidos”. Uno y otro, sin embargo, son necesarios para la continuidad del espectáculo. Lorenzo, total descreído, hace tiempo que ha declinado ser vencedor o vencido. Con este libro, el cual es ante todo una declaración de principios, ha abolido no sólo a los contrincantes, sino al réferi, a los espectadores y al encordado mismo. Con su libro vacío, en ausencia de la Obra, ha planteado los motivos de su caminar autista, postergándose a cada paso, sin darse alcance nunca. Ponte no lo dice en su ensayo, porque la presa se le hurta. Lorenzo es un escritor, una persona escurridiza. Para hablar de él hay que hablar de Orígenes; pero también hay que olvidarse de eso. Su signo es el de la ausencia —de los diccionarios, de las fotos, de las memorias de la Isla. Pero también es el exilio. Quien se exilia como se exilió García Vega a finales de los sesenta, es porque prefiere no-estar, no querer ser parte de esto ni de aquello. Es una actitud crítica tan natural como requerir de oxígeno para seguir respirando, en una atmósfera de por sí irrespirable. Hemos romantizado en demasía la voluntad de exilio que hemos perdido de vista su lado necesario y bienhechor. No habría literatura moderna en lengua inglesa sin los destierros premeditados de Joyce, Gertrude Stein, Ezra Pound, T. S. Eliot, Wyndham Lewis y Joseph Conrad. No habría tampoco literatura cubana actual —al menos no una parte sustantiva de ella— sin la diáspora prefigurada por el destierro de García Vega. ¿Será que el transtierro se ha convertido en un género, en una forma complementaria e inconsciente de diseñar la propia escritura? Tal vez.



El oficio de perder es uno de esos libros que fueron escritos para ser leídos únicamente por sus autores, en el momento extraño, arquitectónico, de su composición. Esta contrariedad aparente — que proviene de la mente inobjetable de Valéry — confirma aquí los reales de su procedencia.

§ Lorenzo García Vega, El oficio de perder. Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Puebla, 2004, 507 pp.






Prólogo

(Lorenzo García Vega, El oficio de perder, Renacimiento, Sevilla, 2005)


Antonio José Ponte



Según afirma Lorenzo García Vega en alguna página de las que siguen, uno de los suplicios primordiales del literato perdedor es vivir rodeado de numerosos ejemplares de sus viejos títulos. (El caso es semejante al de la solterona que hornea galleticas sin encontrar a quien ofrecerlas.) Llegada la vejez, al escritor que ha sabido perder lo circunda la populosa biblioteca de unos pocos títulos. Y se deduce de ello que han sido publicados por editoriales pequeñas. Pagados, en muchas ocasiones, por el propio autor.


Obligado a encargarse de sus bultos impresos en cada mudanza que le toque, dando tumbos con esa carga encima, a cada nuevo libro echado al mundo el perdedor ve crecer su biblioteca inútil. Y el trato con ella equivale a palear nieve dentro de casa.


Poseedor de una biblioteca de esta especie, tildado por sí mismo de notario por no alcanzar calificación literaria mayor, acogido al título de no-escritor, Lorenzo García Vega también es autor de

un libro agotado que no dejan de buscar nuevos lectores, cada vez resulta más citado, y se ha vuelto objeto de culto. Me refiero a Los años de Orígenes, publicado en Caracas en 1978 por Monte Avila Editores.

No hay mejor opuesto a toda una edición acumulada en el hogar del escritor que un libro de culto. La pasión que éste despierta se contrapone perfectamente al desinterés amontonado. (Un tesoro se halla en las antípodas de los basureros.) Y es a causa de un título de culto que la fama de perdedor de Lorenzo García Vega queda relativizada.


Yo di con mi ejemplar de ese libro suyo gracias a una lectura pública a la que fui invitado en una universidad católica estadounidense. Antes del acto donde intervendría, la amiga a quien debo aquella invitación propuso que pasáramos por su oficina para que examinara unos libros de los cuales iba a deshacerse a causa de su jubilación. Y allí estaba Los años de Orígenes, que yo había alcanzado a leer años antes en La Habana, en ejemplar pasado de mano en mano como un manifiesto entre conspiradores.


Hasta entonces (hablo de la época de mi primera lectura del volumen) el nombre de Lorenzo García Vega era en Cuba, para los escritores jóvenes, el de un desconocido. No tan sólo por su decisión de marcharse al exilio (España y luego Caracas y luego New York y luego Miami), sino también por haberse metido en el muy particular exilio al que lo confinaban sus opiniones sobre otros escritores, sobre la literatura cubana y lo cubano en general. Inconforme con la Cuba dejada atrás en los años setenta, García Vega tampoco mostraba contento con el Miami donde actualmente reside. Y tan miserable le ha parecido la revolución cubana de 1959 como el período prerrevolucionario y el exilio provocado por dicha revolución.

Bastó entonces con la lectura de Los años de Orígenes para que su nombre cobrara relevancia, aunque ésta fuese clandestina, todavía impublicable. (En los últimos años han aparecido textos suyos en revistas literarias de la isla. Y puesto que la publicación de escritores del exilio constituye asunto de Estado, funcionarios de la mayor editorial habanera quisieron negociar con García Vega la publicación de un libro suyo de poemas. O mejor aún, de toda su poesía. Procuraban rectificar con la mayor de las generosidades el ninguneo anterior que le aplicaran. El poeta exiliado pidió, en lugar de ese volumen de poemas, que reeditaran Los años de Orígenes, e hizo chocar a los burócratas contra libro prohibido. Por lo que éstos recogieron nerviosamente tanta cortesía desplegada.)


Apenas se supo la noticia de que Lorenzo García Vega se hallaba inmerso en la composición de otro volumen de memorias, comenzaron las cábalas acerca de si volvería al tema de la más famosa revista literaria cubana y ofrecería más noticias (o las mismas recontadas) de su amistad con José Lezama Lima, amistad abundante en reproches.


Ya sabemos que no ha sido así, que El oficio de perder es un libro de memorias personales: una infancia y una adolescencia anterior a la fundación de la revista Orígenes, una madurez y vejez póstumas. De manera que no se encuentra aquí lo que pudiera ser el mayor suceso en la vida de su autor, quien confiesa haber borrado de estas páginas lo tecleado en relación con José Lezama Lima. Menos por censura que por cansancio, según afirma.


Evitado el gran suceso tal como corresponde a un perdedor (ahora que Orígenes parece haber cobrado visos de triunfo), lo que queda a García Vega podría ser mucho. Pero él se encarga de menoscabarlo concienzudamente. (Afirma rechazar el confesionalismo debido al rechazo que siente por su propio cuerpo.) Unos pocos episodios se repiten: muchas veces el niño sube a un tren que conecta Jagüey Grande con La Habana, muchas ocurre el primer día en un internado de jesuitas donde no consigue meterse en la piscina junto a otros escolares. El autor pide disculpas de antemano: “Soy repetitivo, como ya me he cansado de repetir”.


Hecha advertencia de que escasean las noticias sobre Orígenes en este volumen, me permito deslizar una advertencia más: si lo que busca el lector es el trazado de una vida abundante en avatares, muchas vidas en una tal como puede hallarse en las memorias de un Casanova o un Cellini, creo que va metiéndose en obra equivocada. En ese caso mejor podrían servirle las memorias de Reinaldo Arenas, por ejemplo. “En realidad mi vida, ¡para qué hablar de eso...!”, reconoce García Vega. Y menos ostensible que sus percances resulta la búsqueda, a lo largo de todo el libro, de la forma que permita la construcción del libro o laberinto.

Antes que anochezca, el hiperbólico volumen de memorias de Arenas, deja leerse como novela
de aventuras. El oficio de perder logra que lo muy poco novelesco de una existencia cobre peligro por el empeño manifiesto de encontrar la forma idónea con que narrar ese muy poco.


A Lorenzo García Vega, como a cualquier otro memorialista, lo frenan ciertos escrúpulos. ¿Cómo un lenguaje, el del hoy en el que se escribe, puede saber lo que pasó en otro lenguaje, el correspondiente a un día lejano? O, para decirlo en la hermosa fórmula de Bousanquet citada por Robbe-Grillet que García Vega cita: se trata de “un paisaje en el que no tengo ya medios de penetrar, pero en el que hago llover tiempo”.

Memorialista perdedor, amén de los escrúpulos gremiales atormentan a García Vega otras cautelas. Declara ser asaltado por desniveles que le imposibilitan toda continuidad, confiesa su incapacidad para revisar lo ya escrito: “La chapucería que hago es lo único que sé hacer”. Y puede, en suma, considerarse perdedor por no dar con la forma adecuada.


Si algo distingue El oficio de perder del resto de sus libros es que aquí emprende la construcción de un laberinto elevado al cuadrado, narra el trabajo que le dieron sus obras anteriores. (De cierta manera, El oficio de perder se corresponde con el rousseliano Cómo escribí algunos libros míos.) Peleándose con las formas, García Vega intenta historiar qué clase de pelea entabló con las formas en cada título. Así pues, fracasa en la enumeración de sus propios fracasos. Y no por casualidad alude al viaje a través de un laberinto mientras se contempla un caleidoscopio, laberinto dentro del laberinto.


Dos acusaciones se alzan frecuentemente contra Lorenzo García Vega: una estilística y la otra clínica. La segunda acusa a muchas de sus páginas de ser dictadas por el resentimiento y la neurosis, sino por mayores complicaciones psiquiátricas. Calculo que quienes lo juzgan de este modo difícilmente otorgarían licencia a la manada de locos que alberga el más modesto estante. Inspectores de sanidad, cierran libros como se cierran restaurantes: por la falta de higiene en la cocina o en los frigoríficos.


Por su parte, la acusación estilística dictamina a García Vega como incapaz de engendrar una narración o un poema como es debido. (Las complicaciones psiquiátricas no podían menos que afectar a su escritura.) Y para juicio así se acepta el testimonio de incompetencia profesional hecho por el propio encausado. Vale en este caso la feroz autocrítica del loco.


Varios escritores que le fueron cercanos alguna vez mostraron capacidad de organizar un discurso que sobrepasa a sus obras: he ahí el sistema poético de José Lezama Lima, o la teleología nacional fabricada por Cintio Vitier. E incluso en alguien tan enemigo de alzar sistema como Virgilio Piñera podría hallarse una intención organizadora si se le compara con el autor de estas memorias.


A diferencia de ellos, García Vega parece tartamudear. Preocupado por sus fallas de emisión, absorto en sus dificultades para soltar palabra, resulta inimaginable pensarlo en búsqueda de mayor envergadura que la solución de unas páginas. No obstante, la mención aquí y allá del escritor polaco Witold Gombrowicz debería dar la alerta. Porque la búsqueda de inmadurez, caballito de batalla del falso conde polaco, podría ser también búsqueda de Lorenzo García Vega, quien intenta procurarse “una paradójica disciplina: la disciplina del inmaduro”.


García Vega acepta ser “un inmaduro en busca de una Forma que, para enredar más la cosa, quisiera que fuese una Forma inmadura, o una Forma para inmaduros”. Escritor para escritores, de él podría hacerse un discernimiento más: es escritor para escritores descreídos. Otros se han desvelado por
absorto en sus dificultades para soltar palabra, resulta inimaginable pensarlo en búsqueda de mayor envergadura que la solución de unas páginas. No obstante, la mención aquí y allá del escritor polaco Witold Gombrowicz debería dar la alerta. Porque la búsqueda de inmadurez, caballito de batalla del falso conde polaco, podría ser también búsqueda de Lorenzo García Vega, quien intenta procurarse “una paradójica disciplina: la disciplina del inmaduro”. García Vega acepta ser “un inmaduro en busca de una Forma que, para enredar más la cosa, quisiera que fuese una Forma inmadura, o una Forma para inmaduros”. Escritor para escritores, de él podría hacerse un discernimiento más: es escritor para escritores descreídos. Otros se han desvelado por construir sistema que los ampare, él practica toda clase de incapacidades frente a esas exigencias. La obra de Lorenzo García Vega tiene el inconveniente (que es para mí ventaja) de su inutilidad como bien público, puesto que ninguna facción asumiría tal programa perdedor.

De aquellos a quienes consideramos escritores para escritores extraemos, sobre todo, lecciones de poética. Quien esté harto de discursos e intuya la trampa que los discursos son, que penetre en estas memorias difíciles. Porque no sé de páginas mejores que las de Lorenzo García Vega (al menos dentro de la literatura cubana) para descubrir, no el oficio de perder, sino el de escabullirse.


Una frase suya que parece de Macedonio Fernández contada por Jorge Luis Borges describe así la felicidad pasada: “¡Aquello estaba tan bueno que no había dónde meterse!”.



L. G. V.: Socarronería y Ojo Bizco

Carlos A. Aguilera


     Quizá Lorenzo García Vega sea, junto a Guillermo Rosales, el gran descubrimiento «cubano» de los últimos treinta años. No sólo porque su obra: desplazada, neurótica, intensa, performativa y brut, para usar el mismo concepto que según Dubuffet definía a una zona clínica del arte, haya tenido que esperar varios decenios para empezar a ser comprendida (lo mismo con Rosales, cuyo Boarding Home, aunque con otro título, vino a ser tomado en cuenta a partir de la edición española de 2003), sino, porque ella, en su totalidad, representa un coso inédito dentro de la literatura de la isla. Un coso extraño y autorreferencial, a veces obtuso ―todo hay que decirlo―, aunque por eso mismo, incisivo, único. 

     Sus libros, a excepción de Suite para la espera y Espirales del cuje, su primera novela, ante la cual nunca dejó de sentirse incómodo, eran del todo inconseguibles en Cuba. Y esto, creo, respondía a dos razones: Lorenzo se había ido de la isla en 1968 y, como sabemos, quien se va de Cuba deja de pertenecer a la literatura cubana: a su zona de estudios, a sus tesis universitarias, a su área de influencias, a su diccionario (aunque lo mismo sucedería con algunos que se quedaron). También, porque García Vega, al ser quizá el más joven de los origenistas (y el único no-católico, por lo menos en el sentido bobo-histórico de Cintio), era considerado por ellos mismos como «el hereje», el que no encajaba bien en la familia, el rompefotos. Así que el silencio sobre García Vega en la Cuba de los ochenta, cuando ya Orígenes había sido colocado de nuevo in media res publica, era doble. Un silencio político, de punición y estado, tal como siempre es el silencio en los países totalitarios, y un silencio testimonial, de higienistas que expulsaban de su cuerpo al elemento malo. Y ya sabemos, mientras más limpios estemos, más larga será la vida, parecían gritar a coro los origenistas redivivos: Eliseo Diego, Fina García Marruz, Angel Gaztelu… 

     Mientras más limpios estemos, más larga será la fiesta. 

     Ahora, ¿qué fiesta es la que venía a sabotear García Vega? ¿Existía a mitad de los ochenta una fiesta origenista tan grande como para que Lorenzo García Vega fuese citado exclusivamente a pie de página, y casi siempre como parte de una foto, o nunca fuese invitado a los eventos que sobre el grupo se organizaron dentro y fuera de Cuba? 

     Después de varios años de congelamiento, la fiesta origenista no sólo se reducía al reconocimiento ―merecido― de Lezama y Orígenes dentro de lo más alto del imaginario literario cubano, sino que Orígenes, con Cintio a la cabeza, se convirtió en el guía intelectual de la ciudad letrada. Y esta ciudad (que por mucho que digan, en el caso cubano más que ciudad es aldea) no sólo actuaba bajo el influjo de «ese sol del mundo moral», para usar una de las inscripciones de Vitier, sino que, empezaba, a poblarse con otras generaciones, otros grupos, otras expectativas, las cuales después de la «muerte en vida» de los setenta, descubrieron existía un grupo de escritores que no sólo habían mantenido una actitud de resistencia (contra la república primero y contra la cuchillita castrista después, aunque el autor de Lo cubano en la poesía terminase ostentando el cargo de Diputado a la Asamblea Nacional), sino que, literariamente hablando, eran una salida al realismo, a lo conversacional y a la poesía de corte político-jocoso que se privilegiaba en la Cuba de aquel momento. Una salida a lo malo. 

     Y esta fiesta es la que vienen a sabotear precisamente algunos de los libros de García Vega, mostrando por una parte el inmenso trasfondo de la moralina origenista, ese tapujo que los llevaba a ver Poesía y Misticismos en cualquier zona (de la historia, de la política…) donde pudieran apuntalar su idea de lo cubano; y por otra, el agotamiento de lo barroco. Quiero decir, de ese estilo que sobre todo a partir de la genialidad de Lezama se había convertido en una especie de religión intelectual, de Buena Nueva de estado.

     ¿No era Cuba, por desgracia, en aquellos años, el lugar más rocambolescamente lezamiano que podía haber en cualquier lugar del mundo? ¿No estábamos todos, y aquí me incluyo, atravesados por eso que parodiando a Roland Barthes pudiéramos llamar el punctum Lezama? 

     Lo interesante que tenía la escritura de García Vega es que venía a «curarnos» de la ideología origenista apelando no a exquisiteces o poses intelectuales. No, esto hubiera sido lo fácil. Sino, recurriendo a la memoria, a la experiencia propia de vida, a su pathos, el cual muchas veces disimula detrás de cierto trompe l´oeil; a cierto vanguardismo. Un vanguardismo que no vendría a responder exactamente a una maquinaria lírico-histórica determinada, como es el caso del futurismo en Italia o del Black Mountain en Estados Unidos, con sus admirados John Cage, Charles Olson o Cy Twombly, ése que mezclaba pintura y textos a partes iguales… 

     No. El vanguardismo de García Vega, si bien comenzó jugando con cierta expresión derivada del cubismo y el surrealismo (sería bueno un día se estudiara también la conexión entre Suite para la espera y el ultraísmo; pudieran salir sorpresas…), va rápidamente a girar, sobre todo en su prosa, a una performatividad de difícil clasificación. Una performatividad «bizca», que tendría más que ver con Gertrude Stein, Joseph Cornell o Gombrowicz, que con los movimientos de vanguardias propiamente dicho. Una performatividad menos cercana al mundo-escritor que a los gags de los actores en las películas mudas. 

     Su escritura, como muy bien supo ver Lezama, podía trastocarse rápidamente «en asco total de un mundillo poético categorial»(1). Y ese asco, que ante todo tenía que ver consigo mismo, lo llevó a lo que pudiéramos definir como una poética de lo alucinado. Una poética donde diferentes eventos de su vida (la relación con su madre, el odio al padre, la familia como trampa, la Cuba batistata, los poetas de los años cincuenta…) van a retornar siempre como duda o pregunta. Es decir, como algo que en su momento Lorenzo no pudo ―no supo― resolver y lo obligó, a posteriori, a construir una suerte de repetición no-idéntica de lo mismo. 

     Y digo no-idéntica porque a pesar de que muchas veces (sus diarios son muestra) van a regresar los mismos personajes, los mismos relatos y, casi, las mismas palabras, generalmente el énfasis estará puesto siempre en otro lado, como si lo que causaba estupor doscientas páginas antes ya no lo hiciera, como si corriendo un poco la cortinita nos fuera posible ver además de la antifiesta narrada (Lorenzo solo narra antifiestas: antifiestas y antidiarios; no nos olvidemos de esto), las arañas que pululan por el techo, la marca del escobazo... 

     ¿No es precisamente el autor de Rabo de anti-nube un escritor-araña? ¿Alguien que teje sus libros como una Aranea Domestica y les chupa la sangre a las moscas, esas moscas siempre gordas y siempre poéticas que revolotean alrededor del mundo cubano, hasta que quedan vacías? 

     Una de las cualidades del neurótico, ha sabido ver Godard, creador de personajes que muy pocas veces pueden salir de su propia cabeza, es el de comportarse precisamente como una araña. Arañas que en el caso del francés siempre van a tener algo ridículo, como aquella escena en Masculino, Femenino en que Jean-Pierre Léaud molesto con el proyeccionista, sube a la cabina del cine y le grita a este «con pose de inspector de granja» las normativas que se deben cumplir para proyectar una película… Y en el caso de García Vega, más autista y fantasmal que el parisino, de pathos que se evapora, de tragedia que se disfruta a pesar suyo. 

     Tragedia que por lo menos en lo que yo considero sus libros esenciales: Los años de Orígenes, los tres tomos de sus diarios(2), El oficio de perder, Vilis y ese poema tremendo que se llama Variaciones o como veredicto para sol de otras dudas, va a estar siempre acompañada por una suerte de stimmung sardónica, risita que hará más potable esa plataforma hundida donde sobrevive su obra. 

     ¿Resulta en verdad el territorio Lorenzo, tal como con frecuencia se repite, una cartografía de la memoria, un artefacto-tongo-aparato memorialístico? 

     Pienso que no. O mejor, pienso que no entrecomillas. En la obra de García Vega tienen más peso las neurosis que el recuerdo, entendiendo esto último como relato o short story de vida. Tiene más peso la duda que el calibre mismo de lo que se cuenta, lo cual será siempre una historia-carnada. Una historia que Lorenzo va a usar para hacer explícita esa inseguridad que arrastró por todos sus exilios, de la misma manera que un psicópata arrastra una maleta llena de pastillitas. 

     Y la maleta de Lorenzo, en el caso que nos ocupa, era muy fácil de inventariar... 

     Lo que hace único a Rabo de anti-nube, tomo último de sus diarios, por una parte, es el encierro: el encierro y la soledad que al final de la vida golpea y nos hace vivir, aunque nadie lo desee, dentro de cierto sentimiento de clausura. Eso que con otras palabras el «albino» llamaba La Cagazón. Y por otra, la vejez. La vejez entendida no como un proceso frío, tal como la ha enunciado otro gran pícaro, Josep Pla, uno de los grandes diaristas del siglo xx, sino, como un problema a pensar, un test donde debía quedar registrada la lucidez de una persona ya cercana a los ochenta años.

     Pero lo extraño, lo tremendamente extraño, es que he mantenido, hasta culminar en mi vejez, mi capacidad creativa intacta, que he mantenido, con mayor alegría a medida que se me va yendo el tiempo, mi vocación. Así es. Sí, así es. Pero esto no me lo puedo explicar. O quizá, delirantemente, me lo pudiera explicar. ¿Será que tengo dos consciencias, A y B? La consciencia A, la que me transmite la alegría de haberme cumplido, correspondería a mi vocación última, a la vocación que no he traicionado. Mientras que la consciencia B, la que aparece en sueños y continuamente me atormenta, correspondería a mi cuerpo y, por lo tanto, a mi enfermedad, o sea, correspondería a mi fallido intento de llevar a cabo mi proyecto edípico, a mi fallido intento de trascender mi analidad.(3)

      Problema que, no está de más recordarlo, en la literatura cubana apenas se conoce(4). Así como tampoco, por lo menos no de manera tan violenta y autobiográfica, el miedo a sí mismo, al estreñimiento. 

     Terror pánico. Se manifiesta lo horrible de lo negro, con manchas blancas. Por un momento, no sé cómo se podrá soportar la vida. La vida es el miedo. 

     Son las dos de la mañana, pero al ponerme a cagar se produce una liberación. Con la mierda, lo negro y lo blanco se disuelven. El terror se aleja. 

     Así que parece que… ¿el terror era la mierda?(5) 

     ¿Existe otro escritor, en la ciudad letrada cubana, que se cuestionara, se castigara y delirara tanto contra su propio mundo como García Vega? 

     Creo que no. Ni siquiera Arenas, quien en una de sus mejores páginas, las del entierro de Virgilio Piñera(6), se autodefine como cucaracha, llegó a un grado de insolencia tan fuerte ―y hosca y rechinadientes y risible― contra sí mismo como García Vega. (El equivalente de Lorenzo en la pintura cubana sería Cruz Azaceta, quien en muchos de sus cuadros ha construido un campo turbio y posnarcisista.) Para no hablar de Cabrera Infante o Sarduy, quienes en sus textos más biográficos, siempre supieron escoger muy bien ―y esto hay que entenderlo como virtud― el lugar donde su Yo saldría mejor maquillado, dos centímetros más alto incluso. 

     Ahora, no pensemos que todo en estos Diarios o, en sus diarios en general, es documento. Tampoco, que la cosa es tan grave como a priori parece. Lorenzo, como ya dijimos, era un viejo zorro. Y muchas de sus quejas, de sus «autolesiones», de sus conflictos tienen también algo fictivo, arreal (no irreal, como se pudiera estar tentado de decir, sino de verdad inventada). Y dentro de esta arealidad, pienso, había mucho de happening, de teatrico literario, de mascarada, donde ese Sí Mismo que Lorenzo contemplaba como Gran Materia, era llevada hasta su frontera, hasta ese punto donde todo podía torcerse, de la misma manera que apretamos un vaso con la mano para ver cómo estalla. 

     Y no puedo negar que esa zona de happening, constructo, socarronería y ojo bizco, es una de las que más me gusta de su obra, ese instante donde sufrimiento y risita se complementan y conforman una especie de mal entendido, de resentimiento bufo…

     ¿No es precisamente esta arealidad (la arealidad de un viejo edípico(7)) la que le da a muchos de los textos de García Vega una suerte de tono de radionovela? Una radionovela mala en este caso, ya que un programa radial donde el protagonista discuta constantemente con su madre muerta hace cuarenta años y sueñe con salir corriendo para treparse encima de un árbol solo puede ser una radionovela para tipos asfixiados en un «jodido pomo», como él mismo escribe, quien convirtió además el home (el asilo de ancianos de Playa Albina, como le llamaba a Miami) en una especie de jaula para locos, lugar adonde iban a parar los que como él no pasaban de ser ―por autista, por reactivo, por antimercado― sujetos resto. 

     Limitarme a ser el que vive frente a un árbol. Limitarme a ser el que escribe sobre un home de alienados ancianos. Pero ¿esto qué es? ¿Esto es como regodearme en una muerte en vida? Pero, pensándolo bien, ¿yo no he vivido casi siempre como si fuera un muerto en vida? Debo recordar mi juventud. Yo no tuve juventud. Pero ¿qué puede ser esto? Nunca he entendido nada. O, quizás, lo único que entiendo ahora, es que yo siempre he sido un enfermo(8).

     Sujetos del cual la literatura cubana está llena (pensemos en Zequeira y Escobar, dos loquitos en dos siglos diferentes, o en los electroshock al autor de La Habana para un infante difunto, en la aguja en el corazón de Miguel Collazo, o en el terror (¿social?) de un Hernández Novás o un Carlos Victoria…); sujetos que, aunque no escriban de política, representan lo político por excelencia, aquel que ve con horror toda institución donde se tonifica la Ley, donde organiza su músculo nacional-represivo. 

     Rasgo que en Rabo de anti-nube va a venir a formar parte «hamponamente» de lo que Rafael Rojas, siguiendo al notario no-escritor de Los años de Orígenes, ha subrayado como Lo Siniestro Cubano(9). Es decir, ese espacio de la caída y pérdida de todas las cosas, de la envidia, lo inmoral y lo no-civil, de la literatura como absoluto y ablación de diferencias… 

     De la grosería. 

     ¿Pudiera decirse que existe un proyecto político en la obra de García Vega, un proyecto de agudeza y reflexión ideológica como de alguna manera sí resulta explícito en la obra de Reinaldo Arenas u otros por ejemplo? 

     Pienso que sí, aunque con una gran diferencia: una gran diferencia ante el autor de Antes que anochezca. El más importante proyecto político de la obra de Lorenzo es el de blasfemar de toda tradición higienista, moral, melancólica y pastoral cubana. Ocluirla. Y para eso no sólo arremetía contra los tapujos lezamianos o el despotismo de la revolución o la república, poniendo en evidencia una serie de reflexiones sobre la falsedad y el oportunismo de los dos grandes Padres Castradores de la isla. Sino, escribiendo desde el margen, desde ese algo ininteligible que de manera tan legible tienen sus textos. Y ese algo, será por siempre, la marquita-Lorenzo. La marquita que un autista a la vez no-escritor y a la vez alumno de la tata Stein nos ha dejado. Una marquita perversa, tal y como se hace evidente en todos sus diarios y, tal como se le hará claro a cualquiera que abra su más que esquiza autobiografía, muchas veces en las lindes entre ficción y otra cosa. 

     Así que sentémonos y apaguemos la luz. Respiremos. Pronto García Vega empezará a producir eso que Tadeusz Kantor, en otro contexto pero ante circunstancias parecidas, llamaba «el sonidito inferior de la cabeza». 


     Nota Bene. Este texto, con ligeras variaciones, fue escrito para la edición que Aduana Vieja intentaba de los diarios completos de LGV. Proyecto que se malogró por razones que Fabio Murrieta, director de Aduana Vieja, y yo, aún desconocemos.

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 1 José Lezama Lima, Tratados en La Habana, Universidad Central de Las Villas, 1958, p. 360.

2 Rostros del reverso, Caracas, Monte Avila Editores, 1974; El cristal que se desdobla, aún inédito, aunque con fragmentos sueltos publicados en revistas, y Rabo de anti-nube, inédito.

3 Rabo de anti-nube, inédito 

4 El único antecedente ―genial― vendría a ser Dos viejos pánicos, la obra de teatro de Virgilio Piñera, con aquellos dos viejos alzheimicos y pícaros jugando a ver quién muere primero… 

5 Op. Citada.

6 Ver Reinaldo Arenas, “La isla en peso con todas sus cucarachas”, en Virgilio Piñera. La memoria del cuerpo, Edición de Rita Molinero, Pto. Rico, Edit. Plaza Mayor, 2002, pp. 29-48. 

7 Uno de los aportes y/o invenciones de García Vega a la literatura cubana es la del «viejo edípico». Viejo que no puede perdonar del todo la «traición» de la madre y se dedica a increparla y zarandearla durante años hasta lograr con ella y desde ella eso que Agamben, en uno de sus mejores libros, ha llamado la Nichtung. Es decir la opacidad total, la Nada intestina. Para todo lo relacionado con la Nichtung, ver: Giorgio Agamben, Lo abierto. El hombre y lo animal, Valencia, Pre-textos, 2005, pp. 101-102.

8 Op. Citada. 

9 Rafael Rojas, “Formas de los siniestro cubano”, en revista La Habana Elegante, No. 52, Otoño-Invierno, 2012, http://www.habanaelegante.com/Fall_Winter_2012/Invitation_Rojas.html


«¿Qué hacía el Arzobispo de La Habana leyendo 'Paradiso'?»

Enrico Mario Santí 


La vida y obra de Lorenzo García Vega (Jaguey Grande, 1926- Miami, 2012) fueron un secreto a voces. Poeta y narrador, vivió, además de en La Habana, en Madrid, Nueva York, Caracas, y últimamente en Miami, su "Playa Albina". Pero su obra, que abarca más de cincuenta años y casi el mismo número de tomos, fue más rica y extensa. El más joven integrante de Orígenes fue, a un tiempo, fiel defensor de la revista y el más severo detractor del grupo. No extraña esa lectura. Aún en medio de la plena producción del grupo, y debido en gran parte a su diferencia de edad, su poesía marcó una ruptura con el tono solemne y místico del grupo. Si el propio Lezama llegó a llamarlo "jesuíta protestante" habrá sido porque intuía esa diferencia, lo que después de su exilio se convirtió en la franca ruptura de su trilogía: Rostros del reverso (1977), Los años de Orígenes(1979)  y El oficio de perder (2004).

Esta entrevista se remonta a 1996, cuando, gracias a la oportuna gestión del poeta Carlos A. Díaz Barrios, pudimos conversar durante una de mis frecuentes estancias en Miami. Nos vimos poco, pero hablamos mucho. Antes de conocernos nos habíamos leído, sobre todo yo a él. Además, coincidíamos en una serie de gustos, o más bien de disgustos, y eso nos hacía cómplices. Para mi sorpresa, Lorenzo no solo accedió a mi petición; cuando llegué a su casa encontré que había preparado dos textos, que él mismo leyó e incorporamos a la entrevista.

Años antes, en La Habana, yo mismo le había hecho una entrevista al llamado grupo Orígenes, o al menos a sus sobrevivientes (Vitier, García Marruz, Diego, Gaztelu), él la conocía, y tanto él como yo nos habíamos quedado con ganas de completar el caleidoscopio. De hecho, esa había sido mi primera intención, pero nunca pude hablar con otros miembros, como Smith (quien se excusó de aquella reunión), Rodríguez Feo, quien alegó no estar en La Habana, y desde luego mis grandes pérdida: Virgilio Piñera, de quien se me previno "no veía a nadie", Gastón Baquero, a quien nunca me atreví a llamar a mi paso por Madrid, y Justo Rodríguez Santos, a quien también me perdí en Nueva York.

Lorenzo miraba con ojos claros que parecían láser. Tenía algo de inhumano y excéntrico: cruce entre lord inglés y guajiro matancero, lucidez y redundancia, arrojo y timidez. Atravesándolo todo, un dolor seco, como si con los años se hubiesen resignado y domado el uno al otro. Nuestra conversación, como se verá, no solo regresa a lo que Lorenzo ya había escrito sobre Orígenes; hablamos sobre la época, personalidades cercanas a la revista (como Baquero), y temas hasta entonces tabú, como la homosexualidad.

No recuerdo cuánto tiempo hablamos, pero como suele ocurrirme, perdí la noción del tiempo y salí alucinado. Sucesivos accidentes de transcripción, mudada y otros trastornos impidieron que hasta hoy, quince años después, cuando él ya no está, dé a conocer nuestra charla. Nuestras palabras, que ya se llevó el viento, tal vez ayuden a recordarlo.

Cada vez que me he puesto a pensar una primera pregunta sobre el tema Orígenes siempre me ataca la duda si no es redundante.

Bueno, sí, yo he contado mi encuentro con Lezama en Los años de Orígenes. Fue en la librería Victoria. Aquel hombre me dijo: "Muchacho, lee a Proust". Yo iba todos los días a la librería Victoria, estaba en el Instituto en ese momento. Él parece que me había visto. En ese mediodía, se apareció, me vio y me lo dijo. Establecimos una relación. Durante dos años me fue entregando libros, porque yo no tenía ningún conocimiento de literatura. Mis lecturas habían sido sobre cuestiones filosóficas nada más. Y él me fue entregando en una jaba (la jaba cubana) todas las semanas, libros, con cuestiones de literatura, para que yo me fuera formando.

¿Qué autores?

Primero fue Los cantos de Maldoror. Ese fue el primer libro que me dio él y me dijo: "Hay que empezar por aquí". Fue una verdadera enseñanza, como si estuviera uno en un curso. Después fui conociendo al grupo Orígenes. Durante esos dos primeros años yo no escribí.

¿Qué años?

Tiene que haber sido hacia 1946. Nada más me mantuve leyendo. Como a los dos años, comencé a escribir algunos poemas, a instancias de Lezama. Le di los primeros. Entonces hizo una selección de los que le interesaban para hacer una suite. Serían como ocho o diez poemas, o papeles, ¿no?, porque no eran poemas propiamente. Con esa selección de versos, él hizo un collage: "Variaciones".

¿El título es tuyo o es de Lezama?

No, lo hizo él y eran ocho o diez poemas. Rechazaba los demás. Nada más escogía lo que él consideraba lo mejor.

Lezama actuó como Ezra Pound con T. S. Eliot.

Eso me han dicho, y efectivamente, parece que lo fue.

Una de las cosas que yo más sentí era que nos sentimos como un grupo aparte. Nos marcó para siempre la cuestión de que publicamos libros que nadie leía y colaborábamos en revistas que todos detestaban. Eso nos marcó extraordinariamente, y acaso ha dejado una huella siempre en mí.

Esto, por supuesto, le fue dando al grupo una característica: la de sentirnos solos, incomprendidos, orgullosos también, de nuestra superioridad con respecto a un ambiente que nos detestaba, sentir que teníamos una extraña visión que no era compartida.

Todas las visiones son extrañas. Pero, ¿cómo la definirías, o recuerdas?

Sentíamos que vivíamos en un medio totalmente prosaico, adherido a cosas muy circunstanciales, muy inmediatas; estábamos metidos en un gran sueño poético. Eso sí fue cierto. Después se ha podido hacer mucha retórica, y quizás incluso todos la hayamos hecho y nos hemos convertido en una máscara. (Siempre uno se convierte en máscara de uno mismo.) Pero en ese tiempo era cierto. Yo creo que esa fue nuestra autenticidad. Después, nadie se mantiene auténtico por mucho tiempo.

¿Dirías que esa 'extraña visión' era compartida por todos de la misma manera y que, por tanto, había una uniformidad de expresión? ¿O es que había una rivalidad de visiones?

Estábamos compartiendo de maneras diferentes. Sí era una cosa común en torno a nosotros. Nos sentíamos especiales y creo que tuvimos razón en sentirnos así.

Pero, quizás mi pregunta es otra. Si tú tuvieras que señalar o identificar una serie de puntos de contacto o comunes denominadores entre los poetas deOrígenes, ¿cuáles dirías, serían esos rasgos y esas características?

A lo mejor cada cual pueda ver distintamente esto que estoy diciendo. Y quizás a través de la conversación se vaya aclarando. Yo, por ejemplo, sentía, en tantas cosas, que éramos como la traducción de las vanguardias europeas, y que estábamos traduciendo eso, traduciéndolo a nuestra propia forma, sin que la palabra traducción me importara o la considerara como una cosa mimética.

¿ Cuando te refieres a las vanguardias, te refieres a alguna vanguardia específica? Por ejemplo, ¿la vanguardia italiana o la francesa?

A la francesa específicamente.

¿Cuáles autores?

Por ejemplo, los surrealistas...

¿Y quizás antes de los surrealistas, o figuras aledañas, como, por ejemplo, el propio Gide, Valéry, o Cocteau?

También, sí. Nos sentíamos inmersos dentro de ciertos misticismos. Un misticismo muy especial. Quizás no se pueda definir bien. Pero la soledad y contradicción en que estábamos con respecto al ambiente nuestro, nos llevaba a éso: a sentir nuestra vocación como una cosa un poco mística.

Claro que después tengo mucho cuidado con todo lo que estoy diciendo. Todo esto se ha ido transformando. Después que uno lo dice, se convierte en retórica. Uno de los problemas que tiene todo grupo literario, y toda literatura, es que después que uno dice una palabra, se convierte en retórica y uno se convierte en un farsante.

Mi cuidado siempre es uno: mi pasado origenista, todo mi pasado. Continuamente me estoy dando cuenta de que soy un farsante, de que cuando digo una palabra no es así, de que no debería haberla dicho. Entonces tengo que dar un paso adelante, otro paso atrás.

Es decir, nunca estás satisfecho con cualquier tipo de autodefinición. Porque la autodefinición siempre deja fuera muchos otros aspectos que se deberían tener en cuenta.

Eso es de lo que hablo: la pose, la estatua. La pose se convierte en una estatua, la palabra se convierte en pose, y la pose se convierte también en una cosa estática.

En efecto, es una de tus grandes obsesiones. Por ejemplo, en 'Los años de Orígenes', vemos tu esfuerzo por buscar el otro lado, lo que tú llamas 'el reverso': un discurso no-convergente, tantas facetas de un tema como sea posible. Aunque parte del problema es que el lenguaje siempre te traiciona. La lógica te va a permitir una sola representación.

Todo lo que dices es cierto. Este sentirnos también como un grupo (siguiendo en esta cuestión de la vinculación con Orígenes), un grupo especial, se unió a las condiciones sociales de aquel momento. Había pasado la revolución de 1933, o sea, la revolución contra Machado, que trajo sobre todo consecuencias sociales en Cuba. Trajo, sobre todo, un "enchusmecimiento", un populismo ramplón.

"Se desbordaron las cloacas", me acuerdo que dijo Lydia Cabrera sobre ésto. Emergió el gangsterismo, la publicidad y ganar dinero como medio de alcanzar poder. Los viejos valores tradicionales ("viejos valores", por supuesto, entre comillas) se fueron a bolina. 
Y Orígenes en cierto sentido, fue como una supervivencia de aquellos "viejos valores". Por ejemplo, en el caso mismo de En la calzada de Jesús del Monte hay una nostalgia de un mundo anterior, pero después de ese "desbordamiento de las cloacas".

Nosotros sentimos esa nostalgia, unida a una cosa muy equívoca, que era lo que yo he llamado "la grandeza venida a menos". Y digo equívoca, porque aquí ya viene una de las contradicciones. Al parecer una revolución como la de 1933, al "desbordarse las cloacas" y al añorar nosotros un pasado que no está del todo muy claro, resultó que también caíamos en un equívoco: añorábamos un paraíso de bombines y de generales que debía haberse anulado.

O sea, arremetíamos contra la situación verdaderamente bochornosa, pero quizás apegados a un pasado que también era bastante bochornoso. Un pasado de bombines, estatuas con bombines de mármol, generales. La contradicción, en Orígenes, es desde su comienzo.

Sí, claro. En Orígenes hay una nostalgia por un pasado cubano y el rescate de una tradición mucho más auténtica de la que impera a partir del 33. Se crea en Orígenes una imagen conservadora. Para invocar los adjetivos que todos conocemos: hay algo en ella de retrógrado, reaccionario, elitista.

Si hubiera sido solo elitista o reaccionario… Pero hubo algo auténtico también.

¿En qué sentido?

En el sentido de que hay bombines, con todo lo que indica esa palabra. O sea, estábamos arremetiendo, ya para dar un ejemplo concreto, contra la revolución que había culminado en unos sargentos espantosos, productos de un mundo completamente chusma, de estratos muy inferiores de la sociedad, para defender a cambio una vieja oficialidad, que indudablemente tenía "clase", era una clase bombinesca y acartonada y, en el fondo, falsa. Tuvimos que añorar un pasado que también era detestable. La situación era siempre contradictoria.

Vamos a seguir con tus anteriores ideas. Después me gustaría regresar a esta idea de lo que tú llamas el 'bombín' y de todo lo que eso representa. En tu libro hablas acerca de otro aspecto: la represión, que también está vinculado a esta idea o de una visión de Cuba y del momento de Orígenes.

En la cuestión de Orígenes siempre estamos tropezando con esto: equívocos, contradicciones. Rechazamos una circunstancia social determinada para añorar o soñar una circunstancia igualmente problemática. Somos un grupo que promovemos una vanguardia, pero cuyas raíces y sentimientos son anacrónicos y conservadores.

Una vanguardia conservadora. ¿En qué consistía, dirías tú, el conservadurismo, fuera de la visión 'retrógrada' de buscar la tradición?

Bueno, yo creo que esta es una extraña característica que debería ser estudiada, de la vanguardia hispanoamericana, y no solo cubana. O sea, la vanguardia en Hispanoamérica siempre es producto de una clase social conservadora, lo cual es muy extraño. Si tú miras el grupo Mandrágora, en Chile, o los distintos grupos que promovieron esa vanguardia, lo promovían gente de clase social alta: la única que podía visitar París.

No era el mundo anti-establishment, sino el puro establishment. En el caso de nosotros, no éramos establishment. Muchos de nosotros ya no pertenecíamos a una clase social poderosa. Éramos más bien la añoranza de usa clase que se había perdido.

Y en el grupo de ustedes no había nadie rico, digamos, con excepción de Rodríguez Feo, cuyo dinero en realidad no era suyo, sino de su familia.

Nosotros éramos "grandeza venida a menos". Y en este sentido, éramos, como te digo, una variante de las vanguardias hispanoamericanas, que yo las considero producto de una clase social conservadora. Rimbaud en Hispanoamérica es leído siempre por el hijo de un hacendado, o por el hijo de un dueño de escuela, como, por ejemplo, lo fue Cintio Vitier.

Todo eso se remonta al siglo XIX. Tú conoces, por ejemplo, el caso de Luaces, en el siglo XIX. Luaces introdujo en Cuba una serie de cosas, acaso un barroco, la cosa parnasiana. Pero Luaces también pertenece a una familia camagüeyana de gran estilo, pero venida a menos. Después está el caso de Regino Boti, en Guantánamo. Uno de los que introduce, en cierta forma también, cierta dimensión de la vanguardia: el cubismo de sus poemas, la cuestión tan avanzada que tuvo en el modernismo. O sea, un hacendado guantanamero que vivía con todo el gran estilo del hacendado. Ése es el vanguardista.

En Europa, en cambio, vanguardia es precisamente el anti-burgués. En ese sentido no se podría decir únicamente que el poeta latinoamericano (o por lo menos el poeta que está en la vanguardia), surge de la burguesía, sino que surge, precisamente, de otros estratos.

De ahí que la vanguardia de Orígenes, agravada por su cuestión de las "cloacas desbordadas" del año 33, tenga una extraña característica: es una rebelión frente a un populismo chusma, pero culturalmente anacrónico. Porque esa es otra de las características contra las que teníamos que arremeter. Nos encontramos en un ambiente donde empieza a predominar lo chusma, lo populista; pero siempre con un disfraz anacrónico.

Te lo voy a hacer más concreto. La Universidad de La Habana, que representaba toda la cosa gangsteril, desgraciadamente estaba controlada por gángsters. Sin embargo, cuando aquellos gángsters se expresaban públicamente no lo hacían de forma novedosa, sino con citas de Martí. ¡Eran gánsters martianos! Entonces, ahí sigue la gran contradicción: tenemos que arremeter contra un populismo chusma; pero el populismo chusma es anacrónico y conservador.

Por un lado, vanguardia conservadora; por otra, un populismo anacrónico.

Y cursi también. El kitsch, ese es uno de los temas que en Collages de un notario yo he tocado. En Cuba el gangsterismo está unido al kitsch y cada vez que un hombre saca una pistola pues inmediatamente está llorando a Carlos Gardel, que es una cosa muy extraña también.

Teníamos que hacer una rebelión frente a un populismo chusma; pero anacrónico culturalmente, por una minoría como la nuestra, integrada a las cosas europeas. Anacrónica sentimentalmente y apegada, desgraciadamente, a una moral de caudillo. No solo estábamos apegados a un pasado de bombines, sino también a un pasado de caudillos.

¿Es así como se traducía, por ejemplo, en términos del grupo mismo, la moral del caudillo en las relaciones entre ustedes dentro de Orígenes?

Bueno, por ejemplo, tú lo has visto bien [LGV se refiere a mi ensayo "Parridiso", recogido enBienes del siglo: Sobre cultura cubana], la afición de la locura, la obsesión, que es una pieza fundamental de Lezama con su padre. El padre de Lezama es coronel, la figura de un caudillo. El padre de Lezama es el coronel menocalista. La obsesión también de Lezama es el mundo de Menocal: el mundo del caudillo cubano por antonomasia. Y todos nosotros, en mayor o menor medida: Cintio Vitier, con su General Bolaño, que era su abuelo; yo mismo hablo, en Los años de Orígenes, del coronel Mendieta, que era la figura de mi padre. 
Todos estábamos sugestionados por un pasado de caudillos.

¿Pero no se podría decir también que el propio Lezama era un caudillo en relación a ustedes, los lugartenientes del grupo?

Probablemente. De tal manera, la obsesión de Lezama con los caudillos fue tal que, según me ha contado un joven cubano que ha hecho una serie de investigaciones y de entrevistas sobre personas que conocieron a Lezama en su juventud y en su adolescencia, Lezama estudió su bachillerato poniéndose la charretera de coronel de su padre y así estudiaba todas las tardes, todas las noches.

No sé qué diga Freud de todo esto; pero independientemente de Freud, es tremendo lo que eso significa en la historia de Cuba.

Yo recuerdo haber visitado también la casa de Lezama en La Habana y haber visto, en la misma sala, el retrato del coronel ocupando su centro magnético.

Lo curioso del caso es que no era coronel. Nunca lo fue. Siempre fue comandante. Al padre de Lezama (también yo lo cuento en Los años de Orígenes) se le hace coronel post mortem, para inventarle la pensión a la viuda.

En 'Paradiso' sí aparece como coronel...

Sí, Lezama siempre dijo coronel, y nunca se hablaba de que no lo fuera. Lezama tomaba tan en serio ese grado para la jubilación, que él mismo se creyó que su padre siempre había sido coronel.

Ese tipo de imaginario caudillista, en relación a la cultura, digamos por lo menos como temario poético, aparece en Borges, descendiente de caudillos de la independencia argentina, quien también invoca a sus familiares. De hecho, los invoca con una suerte de tensión dentro de su ascendencia.

Sí, exactamente. Es decir, que desde un principio en Orígenes hay contradicciones. Contradicciones que, por supuesto, se acabaron con la revolución castrista. Por ejemplo, en este mismo caso que yo te he dicho, que en el primer libro que me ha dado Lezama es Lautréamont.

¿Y lo discuten?

No tanto discutirlo, porque yo era muy joven entonces. (Quedaba casi estupefacto ante esa figura de Lezama.) Me acuerdo que quedé un poco horrorizado con Lautréamont. Era el primer libro de literatura que me leía. Cuando le dije a Lezama mi horror ante aquéllo, me lanzó una carcajada espantosa y me di cuenta de que había metido la pata, al sentir ese tipo de vergüenza.

Pero, bueno, leíamos a Lautréamont, y Lezama rompía después con el escándalo sexual deParadiso. Pero el padre Gaztelu era el que debe defender La Habana. O sea, siempre están las contradicciones: defendemos unos bombines, entramos a ver a Lautréamont, Lezama irrumpe con un gran escándalo sexual en Paradiso, uno de los primeros ejemplares que le da al padre Gaztelu está dedicado al arzobispo de La Habana. Nosotros nos quedamos estupefactos. Paradiso es un libro esencialmente perverso, en el sentido freudiano, yo diría. ¿Qué hacía el Arzobispo de La Habana leyendo Paradiso?

Por lo menos es un libro sensual. ¡Quizás para muchos no sería tan perverso!

Ya en el sentido freudiano que aparece, por ejemplo, en "Cuento de equívocos", de Cocteau. Tiene esa porción de sensualidad equívoca desde el principio. Yo no sé por qué Lezama tenía que darle ese libro al arzobispo.

Pero tú mismo has dicho que en 'Paradiso' Lezama dijo muchísimas cosas que estaban inconscientes o, al menos, reprimidas, que expresó cosas que se le escaparon, a pesar suyo. Parte de la contradicción que tú estás señalando es que, no solamente en la escritura, redacción y publicación de 'Paradiso';también en todo Orígenes había esa necesidad de represión, y al mismo tiempo, una explosión de los instintos.

En toda esta cuestión de Orígenes había (vuelvo a repetirte) enormes contradicciones. Estaba la solemnidad, pero una solemnidad con rebeldía. Estaba el fascismo, pero un fascismo con martianismo; estaba la vanguardia, pero con un apego a los viejos valores tradicionales.

Una de las mayores contradicciones, casi pudiéramos decir la contradicción mayor, que la hace explosiva, es que en Orígenes se cuelan también tremendos problemas raciales y de clase. El tremendo problema de la mulatez, por ejemplo, que en Cuba es un problema más difícil de abordar que lo homosexual. Cierta zona oculta del mulato que se encuentra en Boti, en Gastón Baquero, en Jorge Mañach, en Núñez Olano.

¿Mucho más evidente que en Nicolás Guillén, tú dirías?

Sí. Porque Nicolás Guillén es una mulatez folclórica para el turismo. Recuerdo que una vez, Lezama me dijo, y que también yo señalo en Los años de Orígenes: el verso más mulato que se había escrito en Cuba no era ninguna cosa de éstas de Nicolás Guillén, sino un verso de Núñez Olano que decía "sintetizo una indemne voluntad de ascetismo".

Lezama me decía: ése es el verso más mulato que se ha escrito.

No es un mero mestizaje a lo que te estás refiriendo. Se aparta de la cuestión específicamente racial o biológica para convertirse en una voluntad imaginaria.

Una voluntad de tapujo.

De represión, digamos.

No imaginaria, de tapujo. Tremendo tapujo. Mucho mayor que el tapujo de un homosexual es tapar lo negro de todas maneras, rechazar el desbarajuste negro. Aquí volvemos otra vez a 1933. En 1933 aparece la chusmería. Orígenes arremete contra eso, y también se estaba tratando de arremeter contra el desbarajuste de lo negro que siempre está ahí.

Trato de comprender exactamente lo que estás diciendo acerca de la relación de Orígenes y lo mulato. Orígenes combate la mulatez.

No, en el caso de lo mulato en Orígenes, las dos figuras paradigmáticas en éso fueron Lezama y Gastón. Los demás no tenían ese problema.

Pero Orígenes como ideología, Orígenes como imaginario, ¿es un rechazo de lo mulato?

No, en realidad el rechazo estaba en no querer aparecer como mulato, éso sí.

Un tapujo contra el tapujo.

Es rechazar todo el desbarajuste aquél. Querer ser blanco a toda costa, querer ser blanco buscando un empaque, una solemnidad que siempre bordeaba con lo kitsch. Claro, cuando se busca esa blancura tan paradigmática se cae en lo kitsch. Es el caso mismo de Poveda.

Pero era un 'kitsch' involuntario, un 'kitsch' inconsciente, un tapujo que no se creía tapujo.

Exactamente.


Entonces habría que comprender que en su origen no es necesariamente 'kitsch'; es decir, Lezama, u Orígenes, no es Manuel Puig, 'kitsch' deliberado. 

Un kitsch que no quiere ser kitsch. Eso es casi una definición de lo mulato.

También una de las definiciones del neobarroco.

Bueno, yo creo que lo neobarroco es esencialmente lo mulato. Esta zona oculta de lo mulato buscaba siempre lo francés, lo rebuscado, lo muy fino. Había que alcanzar logros de un refinamiento tropical, pero tenía siempre el peligro de terminar en el kitsch, o de terminar, incluso, en el "negrito catedrático".

No todo Orígenes era mulato, pero sí había una zona mulata: Gastón, Lezama, que le daban un toque al grupo. Este toque mulato, además, se encuentra en otros grupos literarios: Lunes de Revolución, con Cabrera Infante, Sarduy y su travestismo. El travestismo de Sarduy es el disfraz de lo mulato. Sarduy aparece siempre arremetiendo contra todo, disfrazándose, pero no dice lo que verdaderamente quiere disfrazar, que es la mulatería.

Además, a este cóctel hay que añadirle el problema sexual que irrumpe con Espuela de Plata y con Orígenes. Anteriormente, en Cuba, donde no se habían tocado estos temas sexuales y homosexuales, estaba la novela de Carlos Montenegro.

'Hombres sin mujer'. ¿De qué año es?

Del 38, me parece. Y estaba también el desenfado sexual de Carlos Enríquez. Pero éstos no eran homosexuales, ni Montenegro ni Carlos Enríquez. revista de avance, tú sabes, tampoco era una revista homosexual.

Además, en Cuba, en esa época, no había homosexuales destapados.

Exacto.

Aunque desde luego sí había homosexuales tapujados.

Pero con las poderosas personalidades demoníacas de Lezama y de Virgilio ya sí se trae la cuestión homosexual. Aunque fíjate que, a pesar de que Virgilio arremetió contra muchos de los prejuicios de Orígenes (fue desenfadado por excelencia, etc.) evita mencionar, en Aire frío, su pieza autobiográfica, que el personaje que lo representa a él es homosexual.

De hecho, la ruptura de 1941 entre Virgilio y Lezama, con motivo de 'Espuela de Plata', no fue precisamente a propósito del tema sexual, sino religioso.

Ni tampoco Virgilio toca éso. Estamos encontrándonos con contradicciones sobre contradicciones.

Ahora, es cierto también que el tema homosexual se viene arrastrando desde antes. Dicen las malas lenguas que cuando se funda 'Nadie Parecía', el título dio pie al célebre 'Nadie parecía... pero todos lo eran'.

Todos lo eran, sí. Yo lo menciono también en Los años de Orígenes. Pero, yo creo que el problema esencial, lo que más se trata de disfrazar y lo que más duele, era el problema mulato. Y cuando el problema mulato se unía al problema homosexual, era una bomba.

De ahí, entonces, que Gastón Baquero no podía formar parte de Orígenes, en ese sentido, aunque estaba presente...

De manera simbólica.

La presencia de Gastón Baquero es clave en ese sentido, aunque Baquero es más bien marginal en Orígenes.

Más bien algo que quiere ser marginal. Lezama siempre le ofreció que colaborara enOrígenes. Tuvo una actitud muy fina en eso. 
Cuando entró en el Diario de la Marina, se negó ya a publicar ningún poema ni más nada.

Digo que fue fina porque si Gastón, con el poder social, político y económico que tenía hubiese decidido publicar un poema en aquellos tiempos se habrían desbordado las adulaciones y habría sido proclamada el más grande poeta. Pero Gastón estimó que desde el momento en que él se metía en el Diario de la Marina, no quería publicar. En ese sentido tuvo una actitud muy fina.

Consecuente.

Sí, exacto. Vuelvo a insistir que hay que fijarse en las contradicciones que arrastra Orígenes. Es un grupo social desplazado por un 1933 chusma, un grupo que enarbola la vanguardia con una solemnidad de gran familia. Se le une el hecho, en el caso de Lezama y Gastón, de una mulatez y de un homosexualismo que lo puede embarrar. Virgilio lo evita en Aire frío, como ya te dije, con su esteticismo. Así que Orígenes cargaba, desde antes de la revolución, con una gran contradicción. Todo esto podía pasar, y pasó. Pero al llegar la revolución, con todo el desbarajuste que eso trajo, puso todas estas cuestiones al rojo vivo.

Ahora, si pudiéramos seguir un poco más con el tema de la homosexualidad, que en 'Los años de Orígenes' ocupa también toda una zona. Tú discutes la revista como una gestión cultural atravesada por ese tema. Yo quisiera que me ayudaras a puntualizar una serie de cosas acerca de la obsesión homosexual en Orígenes. Fuera de Lezama y Gastón Baquero, ¿había otros homosexuales?

En líneas generales, no. No era un grupo homosexual.

El otro homosexual era José Rodríguez Feo, evidentemente.

A Rodríguez Feo yo lo consideraba más o menos fuera de Orígenes, ¿no?

¿A pesar de que pagaba la revista?

Sí. Te conté ya de ese tremendo día en que Cintio sintió que Paradiso quería convertir en una cosa simbólica lo que había significado para nosotros éso: un gran escándalo, una gran defensa del homosexualismo. 

Te refieres a la reacción que tuvo Cintio Vitier en torno a la publicación de 'Paradiso'. [De 'Los años de Orígenes', segunda parte, capítulo 18: "Cintio Vitier, quien siempre ha sido el colmo de la prudencia en lo que él cree que puede o no puede decir, y quien además siempre tuvo un trato extremadamente convencional conmigo, me llevó para un rincón de la Biblioteca Nacional, el lugar donde él trabajaba, y con verdadera indignación (y fue, creo, la única vez que vi a Cintio expresarse de una manera en que no me cupiese duda de que no estuviese simulando), me dijo: Esto de 'Paradiso' es un escándalo que nos va a implicar, injustamente a todos los que no hemos pertenecido a ese mundo de Lezama, de Virgilio, y de GastónNosotros, tú, yo, Eliseo, Octavio Smith, no hemos sido éso. No tenemos por qué estar ahí, relacionados con ese libro".]

A mí me pareció muy impresionante, porque Cintio nunca había tenido conmigo gran confianza. Siempre se caracterizó (y fue una de sus notas) por ser una persona extremadamente cautelosa, muy reservada con lo que podía decir. Ese día se mostró como si tuviéramos una gran amistad, cosa que nunca habíamos tenido, y se mostró furioso de que esa nota que daba Paradiso iba a ser del grupo nuestro y que todo eso era una defensa del homosexualismo.

Lo interesante en la reacción de Vitier hace caso omiso de las muchas otras cosas que es 'Paradiso'. Discute la homosexualidad pero no única o exclusivamente. Vitier, el guardián de la obra de Lezama, tal y como expresó en la edición que publicó la UNESCO, hizo un esfuerzo por ocultar el tema o, por lo menos, desviarlo. Esto predetermina una actitud crítica por parte suya, en el sentido de que, como editor no le interesa este tema y  lo censura.

Me hablaba Carlos M. Luis de cubanos de la Isla con quienes él mantiene contacto, de una cierta zona de jóvenes que tratan de obviarlo o de no hablar sobre éso, de echarle un velo al asunto, como si ellos hubieran tratado a Lezama, o fueran sus parientes.

O sea, que ya no se trata solo de aquella generación, sino de gente joven que no quiere tocar eso. Quieren convertir a Lezama en un Martí heterosexual.

O tal vez, en algo más allá de la sexualidad…. Pero ¿cómo se expresaba la homosexualidad en la revista? Es decir, en los poemas, en los textos que se publicaban. El hermetismo de los poemas o de las poéticas del grupo, ¿ocultaba o trataba de expresar herméticamente algún tipo de temática homosexual?

Yo no lo creo. Eso fue luego, en Paradiso.

Últimamente se han hecho lecturas de algunos poemas de Lezama, por ejemplo, los de 'Aventuras sigilosas' como alegorías del deseo homosexual.

Bueno, éso sí pudiera haberlo. Pero, bueno, el destape, ya para emplear la palabra española, es en Paradiso. Ninguno de esos poemas tiene la morbosidad, pudiéramos decir (la palabra perversión ya dudo en emplear), que tiene Paradiso.

Los demás poemas pueden verse como una cosa más ontológica, metafísica diríamos. El escándalo verdaderamente irrumpe con Paradiso.

Ahora, me interesa regresar a otros orígenes, los de tu obra.

Desde un principio, me sentí totalmente unido a Orígenes. Desde un principio también, me sentí totalmente desvinculado de Orígenes.

Tú también vivías una de las muchas contradicciones: estabas a la vez unido y separado.

Ser o no ser: fui y no fui en ese grupo, siempre.

Tanto así que Lezama, a veces, te llamaba un 'jesuita protestante'.

A veces. Procedía también de una familia pequeño-burguesa campesina. Era una familia muy llena, como todas las familias pequeño-burguesas campesinas, muy llena de viejos cuentos, de nostalgias de un pasado que pudiera no haber existido.

Esas nostalgias son la substancia de mi libro Espirales del cuje. Mi padre fue farmacéutico y representante en la Cámara, luchó contra Machado, admiraba a Machado, murió al finalizar la década del 30, y me dejó atado a una "grandeza perdida".

Quedaste huérfano a los 10 años.

A los 12. Cuando se vivía una supuesta revolución que había naufragado. Quedé con una nostalgia de revolución, con mi padre, que no se había logrado.

Entonces estabas propicio.

Me uní a Orígenes, y esto hace uno de los costos indisolubles.

A lo que estás apuntando es a una serie de características generacionales. No es solamente una cuestión personal. Es una generación que sueña con un pasado mejor.

Pero que no existió. Me unía también el sentido de rebeldía del que ya hemos hablado, y que yo presuponía en el grupo. Aislado en mi adolescencia, ya estaba en un grupo que parecía estar frente a algo. Y, efectivamente, estábamos frente a algo; pero me sentía desunido siempre por el empaque y por la cerrazón del grupo. Ese empaque en que la gente nunca podía comunicarse, nunca podía decir la verdad, nunca podía hablar francamente, siempre tenía que estar como dentro de un pulmón de hierro...

En todo caso, un sentido de rebeldía presuponía al grupo. Había que oír también la respiración de Eliseo. Su respiración era también la de un hombre que vivía dentro de un pulmón de hierro. (Incluso Eliseo tenía graves problemas neuróticos.)

La timidez de Octavio Smith, las reservas extremas de Fina García Marruz. Todo esto junto al demonismo, a los celos, y al inconsciente tan sombrío de Lezama. Y otros muchos más inconscientes que había en Orígenes.

Yo recuerdo que había una cosa muy graciosa, una frase de Lezama con respecto a Gastón Baquero, en que Lezama decía que Gastón Baquero tenía un inconsciente mâitron [?] del cual se conservaba copia en el Museo del Louvre de París.

Era un grupo que profesaba, como se ha visto en esas declaraciones que siempre hacen y en tu entrevista también, una aparatosa ética de la amistad: El Turco Sentado, por ejemplo...

O la finca de Bauta de Baquero...

Pero donde todo, todo, estaba calculado. Enrico, allí las comparaciones siempre aparecían cada vez que se reunía el grupo: leían lo que decían. El maestro en éso era Eliseo Diego: siempre parecía que estaba leyendo cuando hablaba. Las frases le salían siempre muy elogiosas, frases muy cariñosas.

Las dedicatorias de Orígenes eran en eso "al amigo entrañable", "el amigo querido, tal cosa". Pero todo aquéllo siempre estaba dentro de un marquito: nada se podía sacar, salir de aquel marco.

¿Por qué existía esa artificialidad? ¿A qué se debía?

Estábamos esencialmente enfermos, todos, enfermos de verdad. La mayor parte estábamos bajo tratamiento psiquiátrico.

A los 25 años me dice el médico que mi única solución era darme electroshocks. Éso es serio. Hay mucha gente que me ha dicho que ellos han leído ese capítulo de Los años de Orígenescomo si fuera un juego de metáforas. ¿Qué juego de metáforas? Todo es exacto. Todos eran personajes enfermos.

Es decir, que tú ahora, retrospectivamente, ves a Orígenes como una reunión de neuróticos.

De neuróticos muchas veces graves. Porque "neurótico" tú sabes que es una palabra muy vaga. Se puede atribuir neurótico a todo. Todos somos neuróticos. Pero hay neuróticos y hay neuróticos.

Entonces psicóticos.

No psicóticos precisamente, pero gente que no funciona en muchas dimensiones de la vida.

Sin embargo, esa fue precisamente la neurosis, o la psicosis que permitía escribir todos esos maravillosos poemas y desarrollar una obra literaria y sacar una revista.

No lo creo, desgraciadamente. No creo que la enfermedad lo justifica. Nada lo justifica. Sano se puede escribir. Sano, dentro de lo que todo ser humano puede serlo. Pero yo no creo que la enfermedad contribuya en lo más mínimo a que se haga una obra. Eso es un prejuicio romántico.

Sí, es una metáfora romántica hacer el vínculo entre enfermedad y literatura, o enfermedad y poesía.

O atribuir que el escritor escribe atormentado. Yo creo que el escritor escribe con su dimensión más sana. Escribe a pesar de todos los tormentos neuróticos. Los tormentos neuróticos no sirven para nada, desgraciadamente.

Lo que dirías entonces es que, lejos de ser un estímulo o un acicate, es precisamente lo contrario.

Yo no creo en el tormento del escritor como cosa para su obra, ¿no? La obra lo mejor que tiene es el costado sano, no el costado ése en que la respiración de Eliseo aparecía como un fuelle.

Y lo mismo se puede decir acerca de tu obra. O digamos especialmente sobre tu obra.

Lo sé porque yo estaba bajo tratamiento, ¿no? Las lecturas que también hice de autores como Karen Horney, todo eso me llevó a esa conclusión.

A la que tú siempre te refieres, por 'Neurosis y crecimiento humano'. ¿Y el libro de Benoist, cómo se titula?

La ciencia suprema.

En ese momento, ¿nunca reaccionaste contra todo eso?

No, no podía.

¿Porque te sentías comprometido?

No, no me sentía comprometido, sino que no tuve valor. Me sentía vulnerable.

No podías ver más allá de tu enfermedad.

Sí. Además, Lezama también fue para mí una figura paternal. En esto que tú me preguntas de la vinculación a Orígenes, está también el tema generacional. Yo nací a fines de 1926. O sea que creo que ya pertenezco a otra generación.

Tú eras el más joven de todo el grupo.

Yo nací en el 26, el más joven de todos. En la antología Diez poetas cubanos, que va por orden de edad, yo soy el último. Con el tiempo se ha ido comprobando. La prueba es que mis amistades que fueron quedando de Orígenes fueron Mario Parajón, de quien ya después me he separado mucho, y Carlos M. Luis. O sea, gente muy joven que había entrado en Orígenes.

Orbón sí tenía la edad mía. Pero a Orbón siempre lo sentí muy lejano. Nunca entendí la teatralidad de Julián Orbón.

¿Teatralidad en qué sentido?

Me parecía que tenía una personalidad de cantante de ópera. Era muy "divo".

También me separaba de Orígenes su catolicismo y su derechismo, o su radical separación de la izquierda.

Y me separa de ellos mi propio acercamiento a la vanguardia.

O por lo menos a otra vanguardia, porque ellos se veían a sí mismos como una vanguardia.

No, la rechazaban bastante. Siempre estaba cerca yo de lo que Ortega llamaba "la deshumanización del arte". Me acuerdo que los primeros días que hablé con Lezama (lo acababa de conocer) le hablé de la deshumanización del arte y me contestó que era una visión absolutamente detestable.

También estaba mi acercamiento al surrealismo, cosa que ellos siempre desecharon. Nunca me sentí tampoco cercano a Juan Ramón, sus ñoñerías, a sus ritos y a todo eso. Cosa que, en el caso de Lezama, no hubo juanrramonismo, sino la cuestión de la gran figura de Juan Ramón Jiménez. Yo siempre me sentí bastante lejano de Juan Ramón Jiménez.

¿Lo conociste personalmente?

No. Cuando Juan Ramón fue a Cuba yo todavía era muy niño.

Ellos sí lo habían conocido: Lezama, Cintio Vitier, Ángel Gaztelu, Florit.

O sea, en ese sentido me sentía raro, ¿no? Además, en esto de la vanguardia de que estamos hablando, Orígenes era un grupo absolutamente insensible a cualquier estridencia de tipo vanguardista.

Sé todo lo ingenuas que pueden ser las estridencias vanguardistas. Pero ya en Orígenes era demasiado su alejamiento.

Tampoco entendí el claudelianismo de Lezama, o de Orígenes. Yo siempre me he interesado, con respecto a Claudel, en lo que dice Valéry: "Necesitaba una grúa para levantar un cigarro". Y me parece que eso es un poco una característica también de Orígenes y de Lezama: para levantar un cigarro no necesitas una grúa, un aparato de palabras. Eso yo lo rechacé mucho.

Me acuerdo incluso de que cuando murió Claudel se hizo un acto homenaje en el Lyceum. Fue la única vez que yo aparecí en un acto de Orígenes. Por supuesto, yo estaba invitado de entrada, y Lezama me propuso un tema como Rimbaud y Claudel. Yo no lo quise hacer; y no solo no lo quise hacer, sino que no me aparecí por ahí.

Hoy ya es un tema desacreditado.

Y te voy a decir, me resultaba muy pesado, como me resultaba todo lo surrealista. Después vino la moda cubana en Orígenes, de lo que habíamos estado hablando.

Tú dices 'después'. Lo cubano no fue entonces un tema en la raíz de Orígenessino que vino posteriormente.

Vino a mediados de Orígenes. Quizás en un momento cuando Cintio escribe Lo cubano en la poesía.

Pero 'Lo cubano en la poesía' se publica en 1957, después que ya 'Orígenes'cierra.

Toda esta cuestión de la nostalgia, el recuerdo cubano, lo cubano en la poesía. Ahí había, a pesar de todo, una ñoñería.

Con la que tú no te identificabas.

Que yo rechazaba. Y ahí viene un problema con un libro mío, Espirales del cuje, que me resulta como perdido por mí. Lo he querido releer, y quizás no me atreva más nunca. Cuando lo escribí, tenía una necesidad grande de recrear un pasado campesino que se había perdido.

En ese sentido, coincidías hasta cierto punto con Eliseo Diego, me refiero a 'En la calzada de Jesús del Monte'.

Con todos ellos. En ese mismo momento Cintio publica De mi provincia. O sea, que yo sentía como una última necesidad, esa cuestión de recrear mi pasado.

También viene en algunos de los grandes poemas de Lezama, como por ejemplo, 'El arco invisible de Viñales', ¿no?

No, eso es posterior. Además de que Lezama sí que no conoció el campo cubano ni nada, no conoció nada más que La Habana. Pero inconscientemente (temo que inconscientemente) mi libro, a pesar de que había algo auténtico que yo quería expresar y un pasado que había sido mío, está embadurnado con ese estilo evocador de una grandeza perdida. Por eso tengo miedo de releer Espirales... No quiero releerlo.

Creo que fue un libro útil, en cuanto contaba una nostalgia cierta en mí. Pero me temo que, por influencia origenista, yo no pude expresar eso con toda su autenticidad. Ya no podría escribir, por supuesto, ese libro. Tendría que sacar a relucir ciertos temas sombríos.

¿Cómo juzgas a Cintio Vitier? No en el sentido judicial de la palabra; pero sí, ¿cómo lo recuerdas? ¿Qué tipo de comentarios, observaciones se pueden hacer en torno a un correligionario, a lo largo de los años, sobre todo cuando, desde el punto de vista de la recreación de ese momento, ustedes han asumido perspectivas o posiciones tan disímiles?

A mí me parece una desvergüenza total lo que Cintio y Eliseo han escrito y dicho sobre la revolución castrista. No puedo menos que afirmar que es una desvergüenza, repito.

Hubo una total separación entre lo que se es y lo que se quería ser. Se era un hombre ambicioso, éramos ambiciosos, como todos los hombres, deseosos de ser reconocidos en literatura. Pero como eso no se podía, se hacía lo que la zorra con las uvas: no me gustan porque no las puedo alcanzar.

Yo creo que un poco de eso había en nosotros, tenemos que reconocerlo. Ambición teníamos. Éramos un grupo mítico, separados de la literatura. Eso es lo que le sucede a todos los literatos y no es nada nuevo. Lo especial en Orígenes es que, por las dificultades tremendas que teníamos, no podíamos alcanzar el triunfo. Luchamos mucho y realizamos una labor muy valiosa, eso fue una gran verdad. Éramos merecedores, en un medio hostil y eso fue una gran realización. Pero tuvimos la gran falla crítica de no analizarnos en muchas cosas.

A fuer de no ser triunfadores, nos vestimos con una ética romántica de rechazo que era una mentira. Nos disfrazamos como héroes románticos que desprecian el triunfo. Me acuerdo que Cintio decía: "Gracias a Dios que vivimos en un país donde no existe la literatura". Pero cuando llegó el desbarajuste del castrismo y de verdad tuvimos que enfrentarnos a la realidad, en muchos de nosotros, algo de conquistar el triunfo literario, el héroe romántico se convirtió en una máscara un tanto ridícula.

Se dio, pues el absurdo de que convertimos en telenovela lo que en verdad habíamos sido. Habíamos sido un grupo decente en un medio chusma y desvergonzado que hicimos una obra seria en medio del desprecio. Pero como teníamos que disfrazarnos de héroes románticos y no podíamos ver la realidad, sobrevino lo grotesco y la farsa. Como hijo de buen vecino, como humanos literatos que somos, aceptamos las prebendas que el castrismo podría traernos: Eliseo y El Caimán Barbudo.

Pero como la mentalidad  de la época de la resistencia y ética romántica nos había hecho sentir que éramos diferentes, al pactar con Castro, con el demonio bendito, seguimos con lo que ya era un mito folletinesco: héroes católicos-románticos, videntes de cúpulas absurdas. 

Fuimos, paradójicamente, los farsantes de lo que había sido cierto. Vivimos, por segunda vez, como comedia, lo que antes pudiera haber sido tragedia. Ridiculizamos nuestros mejores méritos.

Todo esto, repito, sostenido por un romanticismo a toda mecha: Lezama hablaba de la moral de las excepciones. ¿Qué significa eso? Significaba en su caso que se podía ser bugarrón, escribir Paradiso y sentirse inocente. Significaba que el poeta podía escribir sobre el Che Guevara y considerarse que estaba fuera de la política. Significaba que se podía elogiar a Dulce María Loynaz, esa momia que sirvió para el rejuego castrista con los negociantes españoles, y haber pensado durante los años de Orígenes que la Dulce María Loynaz era ilegible, como en efecto lo consideraban.

La moral de las excepciones fue la moral de la irresponsabilidad. Esto podría pasar en la Cuba anterior a Castro, cuando no había historia. Pero después que el gángster entró en la historia y Cuba empezó a sonar, había que afrontar las cosas críticamente y no escribir los abominables panfletos como Ese sol del mundo moral.

Cintio fue culpable, respondo. Lo que hizo, una desvergüenza. ¿Cómo lo juzgo? No lo juzgo. Trato de cuestionar, lo más honestamente que pueda, el pasado origenista. Es lo único que se puede hacer. Pero, desgraciadamente, no solo fue Cintio y ese asturiano cazurro que siempre fue Eliseo, sino también Lezama, con sus vacilaciones edipianas, y el cura Gaztelu, metido en una abominable entrevista con el G-2, donde no tenía por qué estar.

Ni Gastón Baquero, el origenista que nunca fue origenista. Pero que después de un pasado político aborrecible, se prestó al merengue de la reconciliación; las dos orillas, con los ñángaras o infelices que quedan allá.

Yo he estado en conferencias como la del homenaje a Lezama en Poitiers, en Francia, donde Cintio Vitier, acompañado de un policía, nada menos que  Abel Prieto, y viéndose forzado a responder a las observaciones de Armando Álvarez Bravo, que en ese momento acababa de salir de Cuba, acerca de lo que había padecido Lezama,  soltó la fiera.

En efecto, la irresponsabilidad de Lezama le costó la vida. Él mismo terminó siendo víctima del sistema. A lo mejor es grotesca la comparación, pero tal vez Lezama fue el primer caso Ochoa. Ochoa, como se sabe, era uno de los muchos gángsters de Fidel Castro. Cuando le celebran el primer juicio en el que le quitan todas sus medallas, dice que merece ser castigado, aunque claro habiendo ya hecho un pacto con el régimen que saldrá absuelto. Es en el segundo juicio donde se entera de que todo el mundo lo acusa pero ya está ante los leones.

El caso de Lezama es parecido. Hubo, como dices, un intento de reivindicación contra un pasado que le había negado el triunfo. Y sin embargo, se encontró con Mefistófeles, él un Fausto a quien le habían comido, y no sólo comprado, su alma.

¿Qué significa encontrarse con el cincuentenario de 'Orígenes'?

Empezar a ver la película y protestar. Me acuerdo de un cuento norteamericano que a mí me encantó. Un joven va al cine y empieza a ver una película y la película es sobre cómo sus padres se encuentran y el padre se enamora de la madre y la va a enamorar. Entonces el joven que está viendo la película, se levanta y empieza a gritar: "no la vayas a enamorar, que no vaya a suceder eso".

Va viendo como los padres se van enamorando, que se van a casar y todo eso. El tipo forma un escándalo, y lo tienen que sacar de ahí. No quería que los padres se fueran a casar, en la película. Para mí el cincuentenario de Orígenes es volver a ver esa película y empezar a levantarme y gritar que no me vuelvan a hacer eso. Que Orígenes no va a resultar.

Una pesadilla.

Esto me recuerda también a Alfredo Chacón, en Venezuela, el fervor religioso que ahora tiene con Orígenes. Cuando me vio en Venezuela quería que yo escribiera sobre Orígenes, que me fuera para Venezuela. Me dijo que me iba a conseguir un empleo fijo para que me dedicara a escribir exclusivamente, y otra vez Los años de Orígenes.

Yo le dije, vaya, ¿escribir otra vez Los años de Orígenes? Y él me dijo: "sí, tienes que volver a hacerlo".

"Orígenes es casi como una religión", me dijo Alfredo Chacón. Y parece que los jóvenes están ahora en eso. Una religión con Cintio y con Gastón como sacerdotes, una religión para embadurnar el desastre espiritual del castrismo. Hay que desenmascarar eso.

¿Cómo puede haber una razón para volver a insistir en Orígenes? También en cuanto a Lezama. Ver a Lezama-Sarduy frente al Lezama-Cintio, pues yo creo que hay un Lezama-Sarduy y un Lezama-Cintio. Frente a la momia martiana de Cintio, que Cintio superpone a Lezama, creo que está lo que tú has llamado "la práctica del error": la estética delirante de que habló Sarduy.

No se puede perder de vista que Lezama fue un delirante. Eso es lo que hace de Lezama un vanguardista hispanoamericano: enemistado con los delirantes, pero delirante él también.

Yo soy un discípulo en bruto de Lezama: acabo de confesar las alas que él me dio. Un discípulo que llevó jabas de libros y que se basó en sus descuidos. Severo, en este caso, es el francesito corregido que no conoció a Lezama. Yo partí de los errores de Lezama, de la inmadurez de Lezama. Sabiendo que vivió un descuido y que aprendí en una inmadurez. Yo aprendí de Lezama una borrachera verbal. Aunque él me prestaba libros, lo principal en él fue lo que oí de él. Lo aprendí en la inmadurez y desde esa inmadurez. Desde entonces he jugado y he tratado de buscarle un marco a ese aprendizaje. Esto es lo que recibí de enseñanza de Lezama.

Y, hablando de lo que tanto me ha gustado, de lo que tú has hablado, de "la práctica del error", nos sucedió a Lezama y a mí, al maestro y al discípulo, una cosa muy simpática, cuando escribí el prólogo a mi Antología de la novela cubana, disparatado por completo como buen discípulo de Lezama. Cuando Ezequiel Martínez Estrada lo leyó, dijo horrores en Casa de las Américas, que ésa era una de las cosas más disparatadas y más absurdas que había leído en su vida. Lezama le recomendó a su discípulo que le llevara un ejemplar a Martínez Estrada. Cuando se lo entregamos, aquel viejo puso una cara horrible, y Lezama en aquel momento se enteró de lo que había dicho Martínez Estrada de mí.

Ahora me he aclarado con esto que tú has hablado de la "práctica del error", me ha venido como intuición de todo eso. Creo que Martínez Estrada tenía toda la razón. Indudablemente había un disparate ahí. Pero yo creo que era un disparate necesario y que todos teníamos una razón de ser.

Porque eran disparates desde cierto punto de vista. Desde el académico, obviamente lo eran.

Tuviste una magnífica intuición y una gran exposición sobre eso, que yo nunca había visto.

Y que está emparentada con la cuestión edípica. La cuestión edípica es precisamente ese reto a la autoridad que también es tan evidente y delirante en Lezama.

Me acuerdo que Carpentier una vez dijo que los mundos nuevos deben ser vividos antes de ser explicados. Cintio se precipitó a explicar, a dogmatizar sobre lo que nunca fue vivido, sino soñado. Era una extraña aberración, un extraño resultado, de algo que en Cuba fue cortado por el castrismo.

Uno de los orígenes de ese enredo está en Martí. Martí creó un sueño de nacionalidad que trató de ser realidad antes de ser explicado. De ahí el desbarajuste que engendró ese sueño. En este sentido, Orígenes fue la culminación del martianismo. A todo lo martiano se le quiso unir a una concepción de la poesía también delirante.

Gómez de la Serna decía: "siendo el lago inacabado el que poetiza a los humanos". El origenismo quiso olvidar lo inacabado, soñar lo idealizado idolatrándolo, y falsamente dogmatizar sobre esta idolatrización. A esto le llamó poesía. Pero esta poesía, que evita ya lo inacabado, acaba por adorar a lo solemne. 

La ausencia de forma que termina exagerando la forma.

Exacto. Gastón Baquero comenzó a sacar la revista Verbum gracias a Roberto Agramonte, el decano de la Facultad de Derecho, que la pagaba. Recuerdo por cierto que Lezama nunca le pidió colaboración a Agramonte. Me atreví un día a decirle: "¿Maestro, por qué usted no le pide colaboración a Agramonte?". Me contestó: "No, ese señor no colabora aquí porque no tiene nada que ver con nosotros". ¡Y era quien pagaba la revista! Pero, bueno, era el enloquecido de una generación que pretendía, en una isla desintegrada, traer un sueño heroico.

La aberración con Martí, me parece algo espantoso: el peor autismo que nos podía ocurrir. El problema de Orígenes era poder ver las cosas de manera nueva, resultado de un grupo socialmente enfermo, de tener que verlas bajo un pasado: Martí, la gran tradición, etc. Hasta el gángster Fidel se convierte en la máscara del pasado para poder aceptarlo.

Miedo también a la soledad, al vacío de no llegar a triunfar. De ahí el aferrarse a una creencia: creencia en Martí, en Fidel, que no solo conduciría al triunfo, sino que avivaría la soledad.

¿Cintio solo quería viajecitos? Quizás el problema fue más profundo. Temieron a la soledad, temieron enfrentarse a la revolución sin creencias y decidieron seguir creyendo. No podían aceptar un cristianismo agónico, un cristianismo que no fuera creencia. Ellos, como martianos, necesitaban una idolatría, y adoraron a un gángster.

Chacón, los venezolanos, los cubanos actuales y Orígenes no pueden vivir en soledad, no pueden vivir en la duda, necesitan el juego superficial de la creencia. De ahí que caigan hasta en el ridículo de reconocer a Gastón Baquero y ver a María Zambrano como "mística".

Yo no puedo pasarme la vida desenredando esa madeja. No soy un intelectual. Pero los intelectuales deberían fijarse en la tremenda mentira que hay en el mito de Orígenes, una mentira que conduce a una estupidez como Ese sol del mundo moral de Cintio. Ese sol es una aberración inaudita.

Enfermos que no queríamos reconocernos como enfermos. Ese fue el problema de Orígenes: el deseo peligroso en el caso del homosexualismo de Paradiso, llevaría a buscar una creencia idolátrica y no enfrentarse con la realidad.

Tampoco Virgilio Piñera se enfrentó del todo. Y ha habido kitsch en Orígenes porque ha habido creencias idolátricas, y la creencia idolátrica suprime la duda, la misma idolatría que conduce al kitsch del sol del mundo moral y de una muchacha llamada Milagros y de laPeña Pobre [se refiere a la novela de Cintio Vitier, De Peña Pobre].

Todo romanticismo, toda idolatría conduce al kitsch. Lo kitsch que ha llevado a idolatrar un invento y a celebrar conferencias sobre Orígenes, en una sala presidida por un atorrante argentino. Por cierto, la única frase cierta del Che fue aquella sobre el suicidio de los intelectuales. Pero ésta no la ha llevado a cabo los intelectuales castristas que vienen a las universidades americanas.

La contradicción es que hay una pasión de Orígenes y que después de todo lo que yo diga, yo mismo participo de esa pasión de Orígenes.

Lezama siempre se sentía identificado con unos versos de Langston Hughes que decían: "Todo el mundo me dice: Negro, vete a la cocina/ y como, más yo como, crezco y me hago fuerte,/ mañana todos verán lo hermoso y fuerte que soy/ y les dará vergüenza". Esa fue siempre su obsesión. Él decía: "Yo me voy a la cocina ahora a comer, pero mañana verán lo hermoso y fuerte que soy, y les dará vergüenza".

De este mismo periodo era Blas Roca, que a Lezama le gustaba mucho, y él se identificaba con esa frase. Blas Roca estuvo en la Asamblea Constituyente, y Orestes Ferrara estaba delegado también. Blas Roca se levantó (y Lezama lo identificó como si fuera todo un origenista) y le dijo a Ferrara: "Su Señoría estaba acostumbrado a ver a los comunistas humillados, perseguidos, atropellados por la policía. Pero Su Señoría no se ha dado cuenta de que las cosas han cambiado y que ahora ya todos estamos dentro". Lezama decía "ahora todos estamos dentro".

Sentíamos y yo siento que estábamos frente a algo. Pero todo eso tiene que estar unido a una pasión crítica. Se ha formado un gran desorden con Orígenes, una mitologización enloquecida donde las mentiras ruedan.

Ahora se habla de la butaca donde Lezama trabajaba, que ha sido sacada de Cuba y vendida en el extranjero. Yo solo vi allí un sillón y una madera de estudiante. Yo nunca vi butaca ninguna, y dicen que se llevaron una butaca.

La falta de crítica, mal hispanoamericano, es el gran fallo de Orígenes. "Si hay una tarea urgente en la América hispana, esa tarea es la crítica de nuestras mitología históricas y políticas", dice Octavio Paz. También dice Paz: "la corrupción del lenguaje, la infección semántica se convirtió en nuestra enfermedad endémica. La mentira se volvió constitucional, consubstancial".

La poesía no nos aliviará de esto. Hay una mentira poética como hay una mentira política, así como hay caudillos poéticos, como hay caudillos políticos. Es que la poesía no da para tanto. La poesía puede hacer la crítica, con mayúsculas.

Volvemos a la deshumanización del arte. Lezama se indignó con esta tesis. No podía aceptar que el poeta fuera un mero artesano. No me gusta hacer crítica, sino paso a paso. Crítica como un rendimiento de lo poco que puedo hacer con la creación. Temo convertir mi crítica en una crítica en mayúsculas, y terminar devorado por una retórica.

Lezama se ha convertido en un elefante, en un elefante blanco. Tiene vividores y negocios editoriales, butacas que se venden. Creo que alguien dijo que la tradición no era continuidad porque está construida con rupturas. A veces Cintio presenta como eternas, como continuidad, una serie de rupturas, convertidas en remiendos. Cuenta el cuento de Orígenes como una historia de teatro. Se sabe que es una mentira; pero se sabe que no es una mentira. Pero la revolución castrista hizo que la obra de teatro de Orígenes se convirtiera en total mentira.



El autor agradece la transcripción de esta entrevista a su amigo y alumno Luciano Cruz Morgado.













El oficio de perder

(fragmento)


Lorenzo García Vega



Y así, por lo tanto, como soy un inmaduro, lo mejor que hago es proceder como tal y dejar todo tipo de lucha con la Forma.


El Lector, entonces, que se conforme con mi torpeza nata. Otra cosa no puedo hacer, sino segregar forma, pero forma como embadurnada por lo grasoso (¡qué molesto resulta aceptar esto!) de mi inmadurez. O sea, forma que se la deja ser, que se la acepta, como antes, en la infancia, se dejaba ser, o se aceptaba, a aquel insoportable pedacito de más... del más procedente de la manga de una camisa de lana que nos quedaba más larga de la cuenta.


La cosa, verdaderamente, era insoportable. La manga de la camisa de lana, acabada de estrenar, casi nos cubría la mitad de la mano. 
¡Qué desesperación! No había nada que hacer! Había que resignarse, y aceptar que nos rozara las manos, durante un tiempo que nos parecía interminable, esa espantosa lana, protomateria de lo inmaduro, y que, para mayor maldición, nos hacía sentir espantosamente culpables.

Pues bien, ¿lo ha entendido el Lector? Siento, rozándome las manos, esa espantosa lana de mi inmadurez que, antes, fue la manga de una camisa. 
Pero ahora voy a entrar por una galería de mi Laberinto por donde va estar el heroísmo, y donde hasta va a estar un encuentro con el poeta modernista Agustín Acosta.

Veamos.


El heroísmo. Pues, antes que nada, hay que decir lo siguiente: hablar de un oficio, hablar de cualquier oficio, y sobre todo hablar del oficio de perder, es hablar del heroísmo.


Antes que nada el héroe. Se aprende un oficio para ser el héroe. Así como, cuando se quiere levantar un Laberinto, es que se quiere saber lo que tiene por dentro el heroísmo.


Desde niño quise aprender el oficio de perder, pero es que desde entonces ya quería ser héroe.


Fui, como todos los niños, un narcisista, y como todos los niños narcisistas tuve una vocación heroica. 


Por supuesto, al principio mi pretensión consistió en querer ser un guerrero. Quise llegar a ser Simón Bolívar. Me dije que iba a liberar a la Isla de Pinos, la isla esclavizada por Cuba.

Pero después, después de un largo y alambicado proceso, la vocación heroica y el oficio de perder se llegaron a unir. Y, verificada la unión, la cosa se convirtió en mi destino.

Pues estuve en una azotea, saludando a las multitudes, con el sombrero de pajilla que había pertenecido a mi padre. Fue en 1934, un año antes de que muriera Carlos Gardel.


Por el mediodía, con sol que rajaba las piedras. Subí (la escalera como una espiral), hasta llegar a la azotea de mi casa infantil, en Jagüey Grande. Ya en la azotea miré para abajo, hacia la calle desierta. Abajo, enfrente, estaba el Precinto. En el Precinto no había ningún preso, pero sí había un perro aburrido, echado sobre el piso del portal.


La calle del mediodía, la recuerdo como si fuera ahora. Había unos álamos, que poco tiempo después cortaron (el cubano, entre otras cosas, odia los árboles). La calle del mediodía, si no hubiera sido por el carretón que en aquel momento pasó, hubiese estado completamente desierta.


El carretón (muy parecido, por cierto, a una carreta conducida por la Muerte que, pocos años después, vi en una película francesa), venía del Matadero, para surtir a todas las carnicerías del pueblo.


El carretón, después, se me llegó a convertir en el símbolo de ese lamentable pozo sucio donde reposaba el excrementicio inconsciente colectivo de los destartalados pueblos cubanos.

Pero entonces, en aquel mediodía de 1934, aquel carretón sólo era un punto más, entre la multitud que abajo me saludaba.


Gritos de la multitud. Enarbolaba un sombrero de pajilla para responder a los gritos de la multitud.


Un sombrero de pajilla que no sólo había pertenecido a mi padre, sino también al Coronel Mendieta, el héroe de... (¿de Cunagua, o de Cumagua? Han pasado muchos años, y ya uno no se acuerda).


Mendieta acababa de instalarse como Presidente de la República, después de una revolución de mentirita, la revolución de 1933. Mi padre era el Alcalde de facto de Jagüey Grande.

En aquella Cuba de la década del 30, el sombrero de pajilla formaba parte del atuendo heroico. Lo usaban los mártires estudiantiles de la lucha contra el Tirano. Lo usaba Maurice Chevalier, el cantante de moda.


Desde la terraza del Palacio Presidencial era yo, con sombrero de pajilla, el Presidente saludando a la multitud. Era un niño, era el Presidente, rodeado por una corte de bombines de mármol. ¡Sabe dios lo loco que un niño, tocado por la vocación heroica, pudo llegar a ser en un pueblo llamado Jagüey Grande!


El escenario que propiciaba el heroísmo, lo era una revolución de mentirita, con folletinesca lucha contra Tirano. Había sí, por supuesto, inolvidables líderes juveniles, quienes con sus sombreros de pajilla caían, tintos en sangre, bajo las mortíferas balas de los esbirros tropicales, pero todo esto, a lo cubano, tenía como churumbela de telón de fondo a cosas así como las películas de Carol Lombard, y los inolvidables monumentos del Art Deco.


Pero sea con sombreros de pajilla, o hasta con la mismísima Carol Lombard, lo que importa de aquel escenario es que propició, en mediodía con calle desierta de pueblo de campo, el hecho de que uno entrara en un heroísmo un poco raro: el heroísmo que, a través de un pasadizo del Laberinto, me conduciría hasta el oficio de perder.


Así que... Quizá pudiera volver a hablar sobre la inmadurez, y de cómo la inmadurez se me enredó con 
el heroísmo, pero voy a decir otra cosa. Otra cosa, que consistió en haberme encaramado en la azotea, y también en haberme puesto el sombrero del Coronel Mendieta. Una extraña necesidad me obliga a hablar sobre eso.

Digo... Veamos bien si me hago entender. En 1934, en una calle desierta, un niño estaba saludando a la multitud.


Efectivamente, era una calle desierta, pues mirándolo bien sólo estaba el carretón de la basura, y el perro tirado en el portal del Precinto.


Pero, además, había otra cosa. Había..., además..., la Torre de los Panoramas.


¿Qué quiero decir?


Estaba yo saludando a la multitud, en la azotea de un mediodía 1934. Eso fue así. Saludaba con un sombrero de pajilla, un año antes de que muriera Carlos Gardel. Exacto, así fue. Pero había más.


Había otras azoteas en el pueblo.


Había otras azoteas, cercanas a aquella donde yo, el Presidente, estaba.


Y fue (¿fue o lo he soñado?), entonces que, entre las azoteas cercanas, una me alucinó. Me alucinó la azotea que correspondía a la única casa del pueblo que tenía un piso alto, la casa del poeta modernista Agustín Acosta.


Una azotea en cuyo centro se levantaba una pérgola.


¡Una pérgola en una azotea de Jagüey Grande! ¿No la habré soñado?


Pero, lo más tremendo no es haber soñado una pérgola en Jagüey Grande, sino haber soñado el embuste de que aquella pérgola era la Torre de los Panoramas.


¿Cómo pudo ser ese embuste?


Repito: ese embuste consistió en ver la Torre de los Panoramas.


Pues en Jagüey Grande, por supuesto, ni yo, ni ningún niño, vio nunca esa Torre.

¿Entonces?


La Torre de los Panoramas, inventada a comienzos de siglo por el uruguayo Julio Herrera y Reissig, fue una tertulia para lunáticos. 
“No hay manicomio para tanta locura”, se decía en esa tertulia.

¿Entonces?


La única casa del pueblo que tenía piso alto, sobre el cual azotea con pérgola podría ser Torre de los Panoramas, era la casa habitada por el poeta modernista Agustín Acosta.


Agustín Acosta no sólo era el Notario del pueblo, sino el poeta modernista que en 1926, año de mi nacimiento, publicó La Zafra, poema donde se levantaba el Central Australia, o sea, el lugar donde no sólo llegué a experimentar una extraña desecación (sic), sino donde, también, por primera vez vi una nevada (pero de esto hablaré después).


Es que, lo recuerdo como si fuera ahora (o lo invento como si fuera ahora), yo me estrenaba en la vida heroica con lo pobre, kitsch, y risible, del ambiente donde había nacido. Me estrenaba con el sombrero de pajilla de un héroe kitsch, quien estaba rodeado de bombines de mármol. Pero como yo, además, era un niño destinado al oficio de perder, no podía dejar de ver, en aquel mediodía de mi infancia, no sólo al carretón del Matadero, sino también a la Torre de los Panoramas de Herrera y Reissig, colocada sobre la azotea del poeta Agustín Acosta.


¿Cómo explicar todo esto? ¿Habría que acudir a la Teosofía? Habría que buscar a un teósofo, experto en reencarnaciones, para que nos informara no sólo si yo, viejo uruguayo del 1900, antes de morir vi la Torre de los Panoramas, sino para que nos informara también si yo, niño reencarnado en Jagüey Grande, logré ver, en la pérgola del modernista cubano Agustín Acosta, a la Torre que ya en la otra encarnación había conocido.

Habría que ver.


¿Un niño uruguayo que, al reencarnar en Jagüey Grande, mira para la Torre de Herrera y Reissig?


Pero..., quizá me estoy metiendo en camisa de once varas.


Y es que siempre me sucede así, con las once varas: empiezo más o menos bien, pero enseguida me sumerjo en el disparate.


Pues, vamos a ver, ¿estoy seguro de haber visto la Torre de los Panoramas en la pérgola de Agustín Acosta? Bien... de verdad de verdad no lo sé.


¿Entonces?


Entonces, lo único cierto fue que saludé a la multitud en aquel mediodía de mi infancia, pero como las cosas son como son, va y resulta que lo que dice la Teosofía es verdad. Y si lo que dice la Teosofía es la verdad, entonces pudiera ser que, aunque parezca disparate, en realidad yo vi la Torre. Uno nunca sabe.


Sin embargo, ¿por qué me atolondro? ¿Por qué me enredo, dando vueltas y más vueltas?


Pues, sin duda, la vida tiene bastantes rarezas. Sí, la vida, si se mira bien, está llena de rarezas. Y, entonces, si la vida tiene rarezas, ¿por qué no pudo existir, en Jagüey Grande, la Torre de los Panoramas?


Años, muchos años más tarde, me encontré con Agustín Acosta. 
Así que no había, ya, ninguna azotea para saludar a la multitud.

Tampoco parecía ya estar la Torre de los Panoramas.


Nos habíamos ido de Jagüey Grande. Vivíamos en La Habana.


En mi infancia, Agustín había sido la primera aparición del héroe como poeta.


En Jagüey Grande, Agustín Acosta había sido el notario pobre, así como había sido el teósofo y espiritista a quien le echaba las cartas Caridad Macho (Macho, por supuesto, era un apodo), la médium del pueblo que, entre muchas otras cosas, dispuso el derribo de la rosaleda que en el patio de su casa tenía mi tía María, por considerarla, con un sólo vistazo mediúmnico, como una peligrosa “guarida de malos espíritus”.


Así que en Jagüey, en aquel Jagüey muy pobre de mi infancia (tiempo en que el litro de leche diario eran los honorarios que podría recibir un abogado), con su poema La Zafra Agustín llegó a ser no sólo el héroe folletinesco que se enfrentaba a esa fuerza oscura que era el Tirano Machado, sino también el más famoso poeta cubano de esa década del 20 en que yo nací.


Conquistador folletinesco, Agustín había abierto, para un niño de Jagüey Grande, nada menos que la posibilidad de un escenario heroico.


Pero en 1934, después de una revolución de mentirita en que había caído el Tirano, Agustín Acosta dejó de ser el notario teósofo de Jagüey, para convertirse en el Secretario de la Presidencia del Gobierno del Coronel (¡cuantas mayúsculas!) Mendieta (Mendieta, el héroe, era aficionado a escribir versos inéditos, de ahí su predilección por Agustín Acosta). Y esto fue un año antes de la muerte de Carlos Gardel. Y también esto fue lo que propició que yo, niño con sombrero de pajilla, saludara a la multitud en aquel mediodía de Jagüey.


La vida, como el mambo, tiene rarezas. Ni mandado a hacer, se encuentra mejor folletín que éste que estoy contando.


Pero, vuelvo a decir, años más tarde me encontré
Pero en 1934, después de una revolución de mentirita en que había caído el Tirano, Agustín Acosta dejó de ser el notario teósofo de Jagüey, para convertirse en el Secretario de la Presidencia del Gobierno del Coronel (¡cuantas mayúsculas!) Mendieta (Mendieta, el héroe, era aficionado a escribir versos inéditos, de ahí su predilección por Agustín Acosta). Y esto fue un año antes de la muerte de Carlos Gardel. Y también esto fue lo que propició que yo, niño con sombrero de pajilla, saludara a la multitud en aquel mediodía de Jagüey.

La vida, como el mambo, tiene rarezas. Ni mandado a hacer, se encuentra mejor folletín que éste que estoy contando.


Pero, vuelvo a decir, años más tarde me encontré con Agustín Acosta. Él, después de ocho años como Senador de la República, se había retirado de la política por falta de público.


Semanas antes, yo le había enviado mi primer libro, Suite para la espera.


Agustín, viejo teósofo, dijo que un libro se justificaba por una sola línea. “Una sola línea que estaría predestinada a ser leída por un solo lector. La línea que el cuerpo astral de ese lector necesitaba”, terminó diciendo.


Pero Agustín sentía (y casi no lo podía ocultar) un odio más allá de toda medida por Lezama, y por todo lo que el grupo Orígenes podía significar. Así como, también, Agustín casi no podía ocultar el desprecio que mi recién publicada Suite le merecía (más tarde me enteré que él, al comentar mi libro, le dijo a alguien: “Es un libro de rengloncitos largos y de rengloncitos cortos”).


Aunque, por suerte, ya nada de eso importa. Ya, para mí, lo que importa de aquella tarde en que me encontré con Agustín Acosta, fue que él, aunque despreciando mi oficio, quiso vincularme con Julio Herrera y Reissig.


¿Sería que el viejo teólogo sospechaba mi encarnación uruguaya?


Y era que Agustín, sentado en un viejo sillón cubano, pero en un sillón que, inevitablemente, no dejaba de recordar a un modernista trono asirio, después de mandar a hacer café, me hizo entrar en la tremenda Torre de las Esfinges.

Era un buen recitador Agustín. Era un retórico a todo meter. Por lo que su histrionismo, teniendo como fondo la espléndida claridad de una tarde tropical, me hizo visible tanto el gesto verde del cielo, como la risa del desequilibrio de un sátiro de lubridio enfermo de absintio verde.


Por lo que, sin duda inolvidable fue la tarde. Una tarde para el oficio.


Agustín, para enseñarme lo que era bombardear metáforas de verdad, se metió en la Torre de las Esfinges, pero al poco rato, como él no podía dejar de ser el romántico incurable que era, dejó esa vereda para meterse por la guardarraya folletinesca de la Berceuse Blanca.


¡Inolvidable!


Tan inolvidable fue que, por aquel recital de la Berceuse, ya hace muchos años que le he perdonado a Agustín Acosta el haber despreciado a mi Suite para la espera.


Apareció la mal ceñuda sirvienta española, con el café que el poeta había mandado hacer. Pero con gesto terrible de Dragón modernista, el Poeta, convirtiéndola en Medusa, detuvo a la sirvienta, para así poder continuar con el jolgorio de la Berceuse:


Aspirad su incorpórea levedad de Olaluna! En sus sienes rutilan transparencias de copo; y vuelan sus ojeras otoñales de bruna,
como vagas libélulas de una tarde heliotropo.


¡Se acabó lo que se daba! Aquello fue como para alquilar balcones. Pero ya no recuerdo bien como para poder precisar los detalles. 
Sólo sé que la sirvienta, convertida en Medusa. Sólo sé que la ceñuda española al fin nos sirvió el café. Pero, repito, el hueco negro se ha llevado los detalles.

Ya no hay detalles, pero el hecho importante de aquella tarde fue que, por una de esas cosas extrañas que le pueden suceder a uno, con aquel jolgorio con Berceuse salí convencido de haber visto antes, coronando la casa de Agustín Acosta en Jagüey Grande, a la Torre de los Panoramas.

Salí convencido, después de haber visto al poeta Acosta recitando Herrera y Reissig, que cuando yo, muchos años atrás, en una azotea había arengado a la multitud, también en esa azotea había visto a la Torre del uruguayo.


Nunca había visto la Torre, pero ya sabía que había visto la Torre.


¿Cómo fue eso? ¿Por qué vi, años más tarde, lo que había visto en 1934?

¿Cómo fue eso? ¿Era que el teósofo Agustín Acosta, evocando a Herrera y Reissig, despertó la visión de una anterior, uruguaya encarnación? ¡Váyase a saber!


Lo que sí no hay dudas es que en aquella tarde hubo cosas. Hubo Herrera y Reissig, y pagodas, y oros de Bizancio, y cúpulas góticas, y hasta el demonio bendito.


Acababa uno, ya lo he dicho, de publicar Suite para la espera, aquel libro en que dije: Apollinaire al agua. Agustín, despreciador notario de Jagüey, no podía entender que Apollinaire se cayera al agua.


Pero fue lamentable que no entendiera nada, ya que ahora, al evocar el kitsch que Agustín y yo disfrutamos ante la Berceuse, pienso que nos deberíamos de haber unido. Pues, al fin y al cabo, Agustín y yo estábamos enlazados por un kitsch: un kitsch que a él lo llevó a ganar, hasta el punto de llegar a ser Senador de la República, mientras que a mi me condujo al oficio de perder.


Un kitsch, y el oficio de perder. Rara combinación. Repito: la vida, al igual que el mambo, tiene rarezas. Por lo que, ahora, no viene mal recordar aquello, dicho por Gómez de la Serna, de que Cursi es todo sentimiento no compartido. Pues, en efecto, ¿qué puede haber menos compartido que el oficio de perder?


Pero ahora, ahora que he hablado de todo esto, ahora que he hablado de mi entrada, con Agustín, en la Torre de los Panoramas, no puedo terminar este Capítulo sin decir que también Lezama, anegado en el vapor de sus enormes carcajadas, repitió y repitió, en los cafés de La Habana Vieja, estos versos de Herrera:


y hosco persigo en mi sombra mi propia entidad que huye.


Y es que Lezama, también metido en el kitsch de la Torre, miles de veces, como conclusión, coronó el asunto que estábamos tratando con la cita de estos otros versos de Herrera y Reissig:


Todo suscita el cansancio de algún país psicofísico en el polo metafísico
de silencio y de cansancio


Todo es muy raro. La vida tiene muchas rarezas, vuelvo a decir. 








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